Imagino que algunos de mis lectores habituales, si es que esa especie existe, habrán dado un respingo o, cuando menos, se habrán sorprendido al leer el título de mi artículo de hoy. En este país, por desgracia, la españolidad ha sido monopolizada por los sectores más conservadores de la población que no dudan en lanzarnos España a la cara a aquellos que ellos consideran no atesoramos las virtudes de un buen español. Hace unos días, en el transcurrir de la manifestación conmemorativa de la República, desde un balcón se lanzó un grito de «Viva España», como si eso fuera una agresión para quienes nos manifestábamos. Al parecer, por nuestra condición de republicanos, perdemos la de españoles. Se da la paradoja que fue el exilio republicano español, tanto el intelectual como el político o el militar, el que contribuyó a difundir una imagen positiva de España, que ha calado, en forma de monumentos, en muchas partes del planeta.

Ante esa actitud agresiva, ante la patrimonialización de unos símbolos, heredados, por otro lado, de la dictadura, como el himno o la bandera, poco espacio se deja a mucha gente progresista para regocijarse por su condición nacional. Sobre todo cuando, desde esa actitud de racionalidad que suele acompañar a la izquierda, se sabe que la nacionalidad es un mero accidente, por lo que enorgullecerse de algo que bien pudiera haber sido de otro modo, carece de mucho sentido.

Ello no quiere decir que pueda prescindirse de los elementos afectivos en la construcción de nuestra identidad, pues su peso es realmente considerable, aunque intentemos, en ocasiones, someterlos a racionalidad. Sentir un pálpito cuando escuchas tu idioma en un lugar lejano, incluso, a mí me ha sucedido con esta bandera que tan poco me representa, alegrarse al ver ondear la bandera que representa al país al que perteneces, es algo que suele suceder.

Mi identificación con la «españolidad», si es que es lícito ese término, se realiza fundamentalmente desde una perspectiva, insisto, racional. Me reconozco en la maravillosa cultura literaria de nuestro(s) idioma(s), aunque ello me lleva también a identificarme con la comunidad de los hispanohablantes, que trasciende las fronteras de un país concreto, en la cultura secular que atesoramos y en la pluralidad que manifiesta esa cultura sobre la piel de toro. Para mí ese pudiera ser el orgullo de ser español, el de sentirme cobijado bajo un mismo concepto con nombres como los de Quevedo, Machado, Zambrano, Espríu, Rosalía de Castro, Falla o Laforet.

Sin embargo, estos días he sentido ese orgullo desde una perspectiva intensamente emocional. La decisión del Gobierno de acudir al rescate de casi setecientos seres humanos abandonados en medio del mar por la miseria humana de las autoridades italianas en primer lugar y de las europeas en última instancia, me ha hecho sentir verdadero orgullo de mi país, que ha realizado un gesto de generosidad que, desgraciadamente, aunque debiera ser la regla, se convierte en una honrosísima excepción. Y ese orgullo se ha visto reforzado al comprobar cómo la posición de España era alabada por todas partes, incluida la avergonzada prensa italiana, y que algunas instituciones, como la Unión Africana, se apresuraban a felicitar a nuestro país y a colocarse a su disposición.

No soy un ingenuo, sí un buenista. No soy ingenuo porque sé que gestos como este no son la solución y que esta pasa por medidas mucho más decididas en los países de origen, en cambiar por completo las políticas de expolio que desde los países poderosos se llevan a cabo con los países empobrecidos. Sé, incluso, que la medida puede generar un efecto llamada. Pero también sé, por eso soy buenista, que ante el dolor no cabe la indiferencia. Frente a los «malistas», que se excusan en argumentos muchas veces peregrinos para disimular su menosprecio de los que sufren, que camuflan su odio a los diferentes (sobre todo si son pobres) en llamamientos a colocar a los españoles primero (cosa que no piden para los equipos de fútbol o baloncesto a los que animan), prefiero ser, como decía Machado, «en el buen sentido de la palabra, bueno».

Bravo por el gobierno español que ha dado una lección de humanidad, de solidaridad, de empatía, al mundo entero. Y que nos ha hecho a muchos sentirnos, con razón y sentimiento, orgullos de ser españoles.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza