El próximo abril, el Valle de los Caídos cumplirá 60 años desde su apertura. Su historia es conocida: Francisco Franco decretó su construcción en 1940 e intervinieron presos republicanos en las obras, concluidas en 1958. El dictador, según su hija Carmen, «quizá quería que [el conjunto] fuera como lo de Felipe II después de la batalla de San Quintín, que había hecho el monasterio de El Escorial». Franco, en apariencia conciliador, decidió que el lugar acogiera a difuntos de ambos bandos de la contienda, reuniendo allí los restos de 34.000 víctimas. Pero pronto se constató que el Valle de los Caídos difícilmente sería un lugar de confraternización, pues en el discurso de inauguración el dictador recordó su triunfo en la guerra: lo efectuó el 1 de abril de 1959 (20º aniversario de su victoria) y recordó que su lucha seguía. «La anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta», afirmó.

A la vez, los restos humanos depositados en el mausoleo llegaron por vías azarosas. La politóloga Paloma Aguilar señaló que su procedencia «no ha sido investigada» (hubo «traslados masivos de algunas fosas comunes que no fueron consultados con nadie») y no todos los caídos republicanos pudieron ser enterrados en el lugar al tener que acreditar su fe católica los familiares. Tampoco reinó la satisfacción entre vencedores: en junio de 1958, el primo del dictador, Francisco Franco Salgado-Araujo, anotó que había quienes veían mal «que se pudieran enterrar en la cripta lo mismo los que cayeron defendiendo la Cruzada que los rojos, que para eso aquellos están bien donde están».

Además, el traslado del cuerpo de José Antonio Primo de Rivera (fundador de la Falange) al Valle de los Caídos respondió a intereses políticos. Fue ejecutado en Alicante en 1936 y en noviembre de 1939 sus restos fueron llevados al monasterio de El Escorial, donde están enterrados los reyes españoles, lo que solo podía irritar a los monárquicos. Según la socióloga Zira Box, Franco lo decidió porque aquel sitio era «el signo glorioso de la resurrección de la patria». El traslado del cuerpo fue el ritual más espectacular del régimen: un cortejo iluminado con antorchas portó el ataúd relevándose cada 10 kilómetros. Sin embargo, en marzo de 1959 el dictador ordenó depositar el cadáver de Primo en el Valle de los Caídos para dar cancha a los monárquicos en detrimento de la Falange y se ausentó del acto (lo representó Luis Carrero Blanco).

Como puede apreciarse, el conjunto monumental ya no fue un ámbito de concordia desde sus inicios. En tal escenario, el entierro del autócrata en la basílica en 1975, junto a la tumba de José Antonio, selló la identificación del lugar con la dictadura. Sin embargo, Franco no decidió sus exequias allí, sino que al parecer habría sido el presidente Carlos Arias Navarro. El primero solo hizo un lacónico comentario al respecto el día de inauguración del conjunto a su arquitecto, Diego Méndez: «Bueno, Méndez, y en su día yo aquí, ¿eh?», dijo. Es más: el dictador ni siquiera transmitió su voluntad a la familia: «Yo no tenía ni idea de dónde quería ser enterrado», comentó su hija.

Juan María de Peñaranda, uno de los participantes en la operación Lucero (nombre que recibió el dispositivo organizado por el servicio de información --el SECED-- para el sepelio de Franco), dio en su momento esta explicación: «Fue una decisión de Presidencia, a sugerencia nuestra», para evitar enterrar el cadáver en la ciudad. Con esta decisión el Valle de los Caídos se convirtió en un centro de peregrinaje político de devotos del falangismo y nostálgicos del franquismo.

La llamada ley de memoria histórica del 2007, que promovió José Luis Rodríguez Zapatero, quiso despolitizar el complejo y prohibió realizar en él «actos de naturaleza política». Sin embargo, la medida fue de escasa mella en un imaginario que vincula el conjunto arquitectónico con la glorificación de la dictadura. Por esta razón, no parece que el traslado del cadáver de Franco (dejando el de José Antonio en la basílica) llegue a alterar de forma sustancial esta percepción en la sociedad.

Este panorama tiene un triste corolario: España carece hoy de un espacio de reconciliación de la guerra civil socialmente asumido como tal. En 1985 se quiso remediar este vacío y el rey Juan Carlos inauguró en Madrid la plaza de la Lealtad, un monumento a todos los caídos durante la conflagración de 1936: una antorcha cuya llama debía arder en «honor a todos los que dieron su vida por España». Pero la iniciativa no cuajó y en la actualidad el Valle de los Caídos constituye un legado envenenado del franquismo, que encarna la vigencia de las «dos Españas» machadianas ocho décadas después de la guerra civil.

*Doctor en Historia Contemporánea