L as clases dominantes, a lo largo de la historia, se han dedicado a construir relatos imaginarios justificadores del orden social. En ellos, se tiende a ocultar la realidad de los hechos, generalmente atravesados por la violencia más extrema, y se presenta un panorama muchas veces idílico en el que quienes ostentan el poder lo hacen como consecuencia necesaria y natural de sus propias virtudes. Las sociedades antiguas, entre ellas la griega o la romana, justificaban el poder de la aristocracia por su descendencia directa de los dioses. Solo los reyes, hijos de los dioses, como puede leerse en los cantos iniciales de la Iliada homérica, están capacitados para ostentar el poder.

Cuando, al acabar la Edad Media, la sociedad comienza un cierto proceso de laicización, los argumentos se separan del ámbito de la religión y buscan otro tipo de justificaciones. El liberalismo, allá por el siglo XVII, ve en el poder y la riqueza de ciertos sujetos la consecuencia directa del mayor esfuerzo realizado por dichos individuos. Quien más tiene es porque se ha esforzado más, porque ha trabajado más que sus semejantes. Nace así una división social entre una masa de holgazanes y una minoría extremadamente laboriosa. Marx, en el capítulo XXIII de El Capital, con mucho sentido del humor, desmonta la teoría liberal que vincula esfuerzo, trabajo y riqueza, poniendo de manifiesto cómo, por el contrario, quienes más se esfuerzan y trabajan son quienes menos tienen y, sin embargo, quienes ni siquiera trabajan acumulan grandes riquezas como consecuencia del expolio al que someten al resto de la sociedad. Las monarquías, que convivieron durante siglos con el liberalismo y que, sorprendentemente, siguen vigentes en algunos países, como el nuestro, son la expresión más clara de este hecho.

El liberalismo actual sigue estableciendo ese vínculo entre esfuerzo y riqueza. Recordemos al inefable Mario Conde quien, en una entrevista cuando estaba en la cresta de la ola, y en respuesta a la pregunta de cómo había acumulado tanta riqueza, contestó, «trabajando, trabajando mucho»; luego supimos que, efectivamente, podíamos traducirlo sin problema al lenguaje de Marx y que, en realidad, quería decir, «robando, robando mucho».

Cualquier análisis medianamente ecuánime de la realidad social pone de manifiesto que no existe ninguna relación entre esfuerzo y posición social, que hay muchísima gente que se esfuerza cotidianamente de manera denodada, que se deja la piel por salir adelante y que, sin embargo, ocupa un lugar modesto, incluso bajo, en la escala social. Y, por el contrario, que hay cierta gente que con muy poco, consigue mucho. Como decía alguien, la vida es una carrera de cien metros en la que algunos empiezan a correr a los 99 metros y, claro, ganan a los que tienen que correr desde la salida.

Desde el liberalismo no se deja de hablar de la cultura del esfuerzo y del mérito. Pero es evidente que ese esfuerzo que reclaman, es un esfuerzo que esperan de otros y que ellos no están dispuestos a realizarlo. El caso de Pablo Casado resulta, en este sentido, paradigmático. Muchos sabemos del enorme esfuerzo, económico e intelectual, que supone la realización de un máster. Por eso, cuando nos topamos con casos como el de Pablo Casado, constatamos que la lucha de clases se manifiesta incluso en el ámbito educativo: del mismo modo que en el ámbito económico la mayoría tiene que, efectivamente, esforzarse para conseguir sus objetivos, mientras una minoría, que controla las redes de influencias y las relaciones de poder, se lo lleva crudo, en el ámbito académico algunos consiguen sus títulos como consecuencia de su posición social, sin que ello tenga que ver con mérito o esfuerzo alguno. Afortunadamente, las universidades públicas son cada vez más estrictas y rigurosas en los procesos de evaluación.

Nuestras sociedades están dirigidas por tramas ocultas, en las que se amalgaman medios de comunicación, partidos políticos, poderes económicos, que intercambian cromos entre ellas, en el espíritu del más antiguo do ut des, es decir, te doy para que me des. Claro que ellos nos dirán que los que más tienen es porque se han esforzado más, porque se han preparado más, porque son más listos. Y efectivamente, listos lo son, y mucho. Quizá sería hora de que los demás dejáramos de ser tan ingenuos.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza