Síguenos en redes sociales:

El artículo del día

José Luis Sastre

¿Aún hay tiempo?

No se podrá contener un primer impacto de la extrema derecha, pero hay que proponerse frenar algo peor

En cuanto los andaluces votaron el pasado 2 de diciembre, los partidos dedicaron las horas a Cataluña aunque, en realidad, una sola inquietud recorrió todas las sedes. La misma: de qué manera se dará en las generales la irrupción de Vox. En este momento, la pregunta es esa en todas partes. La conclusión general es que la irrupción se dará en España; lo que bailan son los números. La mayoría asume el escenario a pesar de que todavía haya quien espere que, al haberle visto las orejas al lobo, el electorado que pensaba en abstenerse se movilice. Lo último que supimos del CIS en el que apenas confían era que los políticos habían adelantado a la corrupción como problema ciudadano. Malos augurios. En cualquiera de los casos, los efectos de la ultraderecha son constatables.

No solo condicionan el relato de partidos en principio moderados, sino que han cambiado el eje que dividía a los votantes: más que de derechas o izquierdas, más que afines a los partidos nuevos -ya viejos- o a los clásicos, empieza a distinguirse entre partidarios del sistema (aunque lo critiquen) y antisistema, entre quienes votan a favor de algo -constructivos, por llamarlos de una manera- o en contra -destructivos, en la medida en que pretenden acabar con este reparto del poder-.

Ese voto en contra lo es por razones diversas y acoge a sensibilidades distintas. Existe una transversalidad en el rechazo que -y ahí está la novedad- canaliza un partido de extrema derecha. Partiendo de que la gente sabe lo que vota, el asunto es por qué no le importa desahogar su desencanto con esa papeleta.

Puede que sea, como otros han escrito con razón, que es la mejor opción para mostrar su enfado. Si esto es lo que les molesta, esto es lo que voto y que espabilen. Puede que, después de banalizar tanto las palabras, la palabra ultra ya no significara nada. A lo mejor se debe a que la posverdad ha desprestigiado el dato y ante cada hecho contrastado se pueden alegar datos falsos, que se viralizan mejor. A lo mejor sea por el silencio de los líderes -todavía se espera el análisis sosegado del presidente del Gobierno- o a lo mejor es precisamente eso, que faltan líderes, que se diluyeron las ideologías sobre las que se edificó el Estado del bienestar en contra de las desigualdades.

Desde luego no ayudan los discursos que se extreman y las alusiones a la vía eslovena. Tampoco la falta de autocrítica en los partidos y, sí, también en los medios. Si la diferencia entre la realidad y la actualidad que contamos se agranda, tenemos un problema.

Faltaba el discurso envalentonado de Vox que, tras los 12 escaños en Andalucía, trata de aprovechar el momento mientras recibe el calor de Le Pen y de Salvini, que les saludó entusiasta después de pasearse entre los vítores de Roma. Se escriben en los periódicos crónicas que recuerdan los años 30 y se observa un vacío que llena la extrema derecha. Ahora, en España. ¿Queda tiempo para frenarlo?

Algunos politólogos creen que sí. Con pedagogía, dicen, que es lo que suele decirse. Aunque, en esta sociedad de burbujas, cuando uno llega a una opinión lo hace para quedarse a vivir en ella, jamás para cambiarla. Aunque la emoción -el miedo lo es, de las más poderosas- pueda más que la razón. Apelemos, en fin, al tópico, qué remedio: todavía estamos a tiempo si reacciona la política, entendida como la capacidad apartidista de no seguir siempre lo que dictan los sondeos, sino de tener la audacia de contrariarlos cuando toca.

La extrema derecha, así parece, irrumpirá en el Congreso. Parece difícil frenar el primer impacto: la ola ha crecido y se alimenta de una fuente inagotable, que es la indignación. Hay tiempo, sin embargo, para tratar de impedir que crezca y se instale, para que la polarización que empuja al votante se mezcle con otros factores y para que, cuando empiecen a demostrar su posición con votaciones parlamentarias de efectos reales, a la ciudadanía le importe si su voto de castigo trae consigo discriminación.

Si el corto plazo es inevitable, atendamos al largo. Quizá cabe un reseteo y pensar por dónde se empieza de nuevo, que podría ser por el principio: un pacto educativo, por ejemplo. No se podrá contener un primer impacto, pero es el momento de proponerse frenar algo peor aún. La indignación es una cosa y el odio otra distinta, de combustión más lenta. Aprendimos que el tiempo no era una flecha imparable que iba siempre hacia delante, sino que podía darse la vuelta. Y entonces, todo lo que se había ganado, se perdía de pronto.

*Periodista

Pulsa para ver más contenido para ti