Por una rara casualidad, anteayer por la mañana, mientras el doctor Fernando Marín, presidente de la organización madrileña de Derecho a Morir Dignamente (DMD), inauguraba en Huesca las XX Jornadas Científicas del Hospital San Jorge (habló, claro está, del derecho a la sedación terminal y a la eutanasia), en la UCI del mismo centro una testigo de Jehová de veinte años permanecía en coma inducido, tras una grave complicación posoperatoria, y sin que los médicos pudiesen transfundirle sangre porque ella misma así lo había dispuesto en un documento de últimas voluntades.

Por supuesto, la asociación DMD nada tiene que ver con el impulso religioso que mueve a los testigos de Jehová. Reivindicar el derecho a una muerte digna es la consecuencia de un pensamiento racional y humanista, no de una superstición absurda e incomprensible. Eso sí, llega a compartir de alguna manera el mismo principio, o más bien el mismo derecho individual, al que se acogen quienes rechazan las transfusiones de sangre por uno de esos extravagantes mandatos contenidos en el Antiguo Testamento: siempre ha de prevalecer la libertad, en este caso la que faculta a cada paciente para negarse a recibir un tratamiento médico, de acuerdo con la vigente Ley de Autonomía del Paciente.

En Aragón son ya más de diez mil las personas que han suscrito documentos de últimas voluntades con el fundamental objetivo de rechazar por anticipado el encarnizamiento terapéutico (aunque se disfrace de paliativo), cuando la recuperación y la curación son ya imposibles. En ese colectivo, que ahora incrementa sus efectivos a creciente velocidad, los testigos de Jehová son muy pocos y tienen otros motivos. Pero resulta significativo que, a menudo, los tabús religosos de esta peculiar secta parecen ser comprendidos en algunos ámbitos mejor que la simple exigencia de morir con dignidad, eludiendo el dolor y la degradación. Será, digo yo, porque poner a Dios y a sus presuntas leyes por delante es más plausible y mas de orden que refugiarse en la simple lógica.