Desde México se pide a los españoles que no hicimos la conquista que pidamos perdón a los mejicanos que no la padecieron. Son ganas de enredar. Bien pensado son los mejicanos de hoy -salvo raras excepciones y los indios que quedan- los únicos herederos de los conquistadores españoles. Pero ni siquiera esos son culpables, que la culpa no se hereda. Harían bien unos y otros, mejicanos todos, si fomentaran la concordia y no el rencor. Y nosotros, que tampoco somos culpables, no entráramos al trapo. Ni alzáramos nuestra bandera contra la suya para hacer la guerra. Siempre y cuando tampoco nos pusiéramos ninguna medalla por la que fue o una cruz que no se merece. ¿Pedir perdón? ¡Anda ya!

Que yo sepa las patrias no son personas inmortales, ni propiamente dichas: acontecen en carne mortal en los patriotas o ciudadanos vivos . Los españoles, todos nosotros, somos hoy España y ella nada de nada sin nosotros. No quiero decir con eso que nosotros seamos lo que somos sin antepasados ni recuerdos. Pero el pasado no vuelve, por ventura o por desgracia. Recordarlo es ponerlo en el recuerdo al servicio del futuro, para que no se repita volviendo a las andadas o para seguir el camino hacia delante -si fue bueno- con un pie en tierra y otro el aire. Recordar es para eso: para acordar y concordar en el presente. Las personas, claro. No las patrias que solo son personas o sujetos en sentido figurado, como representación o supuesto. Como hipóstasis.

Soy un niño de la guerra que no hice, tenía solo seis años cuando la hicieron otros y la padecimos todos los niños y niñas de mi generación. Nunca lo olvidaré, ni quiero que la olviden quienes disfrutan hoy de la paz sin saber nada de aquello. Por eso he escrito un libro, para decir de viejo lo que padecí de niño. Su título es Recuerdos para la paz. Creo que el pasado solo sirve ya si es que sirve para la paz, ¿para qué si no? Sólo si lo ponemos al servicio de la esperanza vale como recuerdo para el acuerdo y la concordia. Para entendernos hablando. No he pretendido dar a entender a nadie lo que nunca entendí: la guerra, aquella guerra. Y menos si cabe desentenderme de ella. Comprendo al que calla por respeto a las víctimas de acá y de allá -que las hubo en ambas partes- pero nunca al que calla porque las olvida. Lo que pretendí con mi libro ha sido sólo dar a entender que podemos entendernos todos y estar de acuerdo para que nunca suceda lo que no entendemos: lo que nunca debió suceder, aquella barbaridad.

Estoy de acuerdo y aplaudo la promesa que acaba de hacer Adolfo, el hijo de Adolfo Suárez: «Prometo que una de las cosas que haremos será lograr que se conserve y se guarde en la memoria este lugar (Belchite), y que sea un memorial a la concordia y no al enfrentamiento que se vivió aquí». No le votaré, pero estoy de acuerdo y lo tendré en cuenta llegado el caso. Me declaro socialista, pero lo cortés no quita lo valiente y la concordia está por encima de los partidos. O entre ellos, que viene a ser lo mismo. Comparto igualmente su denuncia de la incitación a «jugar con el odio» por parte de algunos políticos que, además, siendo hijos de la Transición no conocieron la guerra civil en España. No sin recordar a la sazón lo que pidió a los españoles el presidente de la II República, Manuel Azaña, en 1938 cuando ya se había consumado el «desastre» de Belchite: que cuando de nuevo les hierva «la sangre iracunda se acuerden de los muertos y escuchen su lección».

No es la sangre lo que ha de hervir en España ni está el horno para bollos. No es eso lo que hay que hacer. Y tampoco olvidar lo que se hizo. A todas las víctimas de la guerra les debemos la paz. No es honesto disfrutar de la paz ni posible vivir en paz si lo olvidamos.

«El muerto al hoyo y el vivo al bollo», ese dicho no es lo que se dice un buen consejo. Es tóxico, no es comestible, es una caca. Ese bollo no es pan bendito, no es inocente , y un asesino en ciernes quien pasa del dicho al hecho: del grito, al mordisco. En cambio entiendo que podemos y debemos todos entender que no debemos desentendernos de lo que pasó. Si queremos entendernos al menos para que nunca vuelva a pasar aquello que no entendemos: la guerra que fue y nunca debió haber sido. Recordar para acordar, acordar para concordar. Es la concordia siempre y nunca el rencor y la incordia lo que necesitamos.

*Filósofo