Son estos tiempos de hacer balance. No porque uno tenga cierta edad, ni porque el país se debata entre el pasado y el futuro, ni porque en Europa renazcan los populismos de los años 30. Lo son porque emerge la impresión de que el imperio americano, el dominante los últimos 80 años, parece anticipar su posible sustitución.

Los síntomas no son evidentes. Recuerdo cómo, abandonado el patrón dólar en 1971, parecía que el domino monetario americano iniciaba su ocaso. Eran los tiempos de la denuncia del llamado privilegio exorbitante, según el cual existía, y existe, una marcada asimetría en las relaciones globales: excepto EEUU, que puede imprimir dólares para pagar al resto del mundo, los otros países han de acumular divisas para hacer frente a sus obligaciones.

Tras la emergencia del euro, se creyó que esta situación se corregiría, y que EEUU no podría continuar manteniendo ese privilegio que, en los 2000, se expresó en los déficits gemelos (público y exterior): más pronto que tarde, el dólar debería perder su estatus. Pero nada de esto sucedió, ni en la pasada década, ni en la crisis financiera, ni en los más de 10 años transcurridos desde su estallido. De hecho, su posición estos últimos 20 años ha más que mejorado.

Como ha demostrado el profesor de Columbia Adam Tooze en su Crashed: How a decade of financial crisis changed the World (2018), la crisis financiera reforzó el papel de la Reserva Federal americana (Fed), que se convirtió, en los peores momentos de la crisis, en el prestamista en última instancia del planeta, prestando dólares a los bancos globales. Y hoy, a la que aparecen tensiones geopolíticas o temores de recesión, el dólar se refuerza, haga lo que haga la Fed, reflejando su inestimable papel como moneda refugio.

Pero si en el ámbito monetario los síntomas de declive brillan por su ausencia, en otros aspectos de las relaciones económicas y políticas globales se acumulan los que indican debilidad. No hay más que recordar cómo, a finales de los 90 y tras la suspensión de pagos de Rusia en 1998, el consenso dominante apuntaba a que la única megahipersúperpotencia resultante de la guerra fría había sido EEUU y que, por ello, debían usar su poder con cuidado.

Solo han pasado 20 años y esta América tan extraordinariamente poderosa ha comenzado a verse desbordada por la emergencia de China. El ejemplo más preciso de ello es, justamente, la política America first de Donald Trump. El alza de los aranceles americanos hasta el 25% para unos 200.000 millones de dólares de importaciones chinas, y la amenaza de extenderla a 300.000 millones más, junto a una política similar para Europa, el resto de Asia y sus socios canadienses y mexicanos, no tiene nada de dominio imperial. Es, simplemente, una posición defensiva frente al incontenible auge chino en el ámbito económico (pronto superará a EEUU en PIB en dólares), comercial, financiero (China es el principal acreedor del Gobierno americano) y, finalmente, tecnológico y militar.

El avance de China cuestiona de raíz el largo dominio americano. Por ello no extraña el creciente interés acerca de la trampa de Tucídides. En su guerra del Peloponeso, el famoso historiador relató cómo el ascenso del poder naval ateniense retaba la supremacía militar espartana, reforzada tras las invasiones persas de 492 y 480 a.C.: el conflicto que emergió ha sido considerado como el patrón clásico de la inevitabilidad de la guerra cuando la superpotencia dominante se ve amenazada. Una síntesis de esta visión se encuentra en On the origins of war and the preservation of peace (1966), del historiador conservador americano Donald Kagan, donde traza muy razonables paralelismos entre las guerras médicas, las púnicas, la primera guerra mundial y la guerra fría.

Es cierto que nada está escrito. Y que nadie puede prever cómo finalizará el pulso chino-americano, como apunta Graham Allison en su ilustrativo The Thucydides trap: are the US and China destined for war? (2017). Pero no echen en saco roto el que Trump y la Administración americana estén dispuestos a sufrir económicamente con la imposición de esos aranceles, y las posibles represalias chinas, antes que aceptar pasivamente lo que parece su inevitable ocaso. Porque es una de las respuestas posibles, incluso a costa de llevar al mundo a una nueva recesión.

Por ello, si ayer el clásico postulaba que la guerra es la continuación de la política por otros medios, hoy, a la luz de lo que está sucediendo y de lo que parece nos aguarda, podría añadirse que la guerra comercial también lo es.

*Catedrático de Economía Aplicada