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El artículo del día

Jorge Cajal

La retórica del cataclismo

Se busca salir de la crisis liberalizando suelo, bajando impuestos, sin renta básica y con la reforma laboral

Si atendemos a algunas opiniones vertidas en ciertos medios, en el Parlamento y en barrios acomodados de Madrid, el Gobierno está aprovechando el estado de alarma para destruir la democracia. Con gran inteligencia, se ha servido del confinamiento y de la manipulación de los medios para instaurar sigilosamente una dictadura constitucional o del proletariado. Aunque hayamos oído comentarios racistas sobre el virus, que recuerdan la capacidad de Fu Manchú para «desencadenar impensables espantos orientales», lo cierto es que la derecha española prefiere, de momento, la intencionalidad comunista como marco explicativo de la gestión de la pandemia. Permitir las manifestaciones del 8-M, proponer intervenciones en el mercado o aprobar ayudas a la cultura serán solo, si nadie lo remedia, el principio del fin de la vida española tal y como la conocemos.

Despachar esta «retórica del cataclismo» como simple chatarra intelectual implica olvidar que tiene precedentes históricos y consecuencias sociales muy concretas. El historiador G. M. Luebbert utilizó esta expresión, en 'Liberalismo, fascismo o socialdemocracia', para referirse al discurso que la burguesía desplegó tras la Gran Guerra con el fin de recuperar su posición anterior al conflicto. Como los estados europeos, aunque en distinto grado y para no distraer el esfuerzo de guerra, habían tomado una serie de medidas favorables a los trabajadores en la posguerra se desencadenó una lucha de clases para determinar si estas medidas formarían parte de la reconstrucción o se volvería a las condiciones anteriores. En un ambiente, cierto es, de intentos efímeros y fracasados de extender la Revolución Rusa, la clase política y empresarial europea fusionó el bolchevismo, el anarquismo, el sindicalismo revolucionario y el reformismo obrero para, en palabras de Charles Maier, «refundar la Europa burguesa» bajo unos principios liberales donde el estado permanecía alejado de las industrias. La patronal francesa nos dejó en 1919 la mejor imagen de esta estrategia: un hombre rojo, barbudo y con un cuchillo ensangrentado entre los dientes, pedía el voto contra el bolchevismo un año antes de que naciera el Partido Comunista Francés. Luego, cuando las dictaduras autoritarias o fascistas avanzaban por Europa, ninguna organización patronal utilizó un recurso similar para retratar a los líderes de la contrarrevolución.

El segundo momento de aparición de esta retórica se sitúa en los últimos años de la Guerra fría. El anticomunismo ya ocupaba el primer plano político, pero desde el punto de vista social el período se había caracterizado por grandes concesiones empresariales. Como la revolución comunista era un horizonte lejano pero plausible, la gran patronal consintió un grado de intervención estatal en las industrias y en la fiscalidad sin precedentes. La situación cambió en los años 70, cuando estuvo cada vez más claro que no existía una amenaza revolucionaria interior y la URSS daba claras muestras de debilidad. Algunos políticos estadounidenses comenzaron a criticar duramente la política de distensión y exageraron la amenaza soviética, mezclando de nuevo un discurso anticomunista que anunciaba la inminencia del apocalipsis con un proyecto social de lucha contra los sindicatos y el control estatal de una parte de la economía. En este sentido, la Guerra fría de Reagan se defendía del «imperio del mal» en el exterior y cuestionaba el legado del 'New Deal' de Roosevelt en el interior, es decir, la intervención del estado y los programas sociales. La propaganda cinematográfica de la época presentaba a Chuck Norris o a Sylvester Stallone luchando contra el comunismo sin la ayuda de un estado ineficaz y corrupto, mientras aumentaba el gasto militar o la desigualdad y disminuían los impuestos a los más ricos.

La revolución conservadora, acompañada de una moral tradicionalista contraria al aborto, al laicismo o al feminismo, llegó a Gran Bretaña con Margaret Thatcher, quien según Hobsbawm veía el estado del bienestar de los 50 y 60 como una subespecie del socialismo real de la URSS. Los partidos socialistas en el poder frenaron la expansión por el continente durante los años 80, pero finalmente la caída del muro de Berlín, una nueva crisis económica y las exigencias de reducción del déficit para cumplir los criterios de Maastrich dejaron vía libre a la desregulación económica en los años 90. Las ideas socialdemócratas quedaron estigmatizadas como ejemplo de despilfarro o como fábricas de parados y su proceso de derechización, también llamado «tercera vía», fue un fracaso. Desde entonces las instituciones europeas no han dejado de proponer la reducción del gasto público y la externalización de servicios sociales básicos en nombre de la eficacia económica, incluso tras la crisis de 2008. Solo durante la pandemia parece haber algún movimiento diferente dentro de la ortodoxia económica y quizás se haya abierto lo que la teoría de los movimientos sociales llama una «ventana de oportunidad», política o económica, por la que podrían entrar visiones diferentes para salir de la crisis. En lugar de recriminarles su actitud poco previsora, el FMI pide a los estados que se endeuden, mientras la Comisión Europea defiende la implantación de subsidios a fondo perdido. Así, no es descabellado pensar en que el estado social vuelva a la agenda política y Keynes resurja como un economista presentable.

En España, la agitación del fantasma comunista ha sido una constante durante casi todo el siglo XX, por lo menos desde el golpe de estado de Primo de Rivera en 1923 hasta la Transición, así que no constituye ninguna novedad en el discurso reaccionario actual. Volvió hace poco para intentar frenar avances electorales a la izquierda del PSOE y hoy alcanza límites grotescos para desacreditar políticas meramente socialdemócratas. La retórica del cataclismo se utiliza también para defender una única salida civilizada de la crisis, que pasa por liberalizar suelo, bajar impuestos, mantener la reforma laboral, rechazar la renta básica y dejar vía libre a la industria sanitaria. Pero si la mayoría de países europeos comparten graves problemas de deuda, ¿podría un ambiente financiero más respirable permitir desarrollar políticas distintas?

*Doctor en Historia

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