El viento tiene muchos nombres bonitos: el isleño Gregal y los Alisios, el cálido Levante, el Xaloc y el Lebeche cargado de desierto, la Galerna cantábrica, el Simún y el Siroco, el Mediodía. A mí todos me suenan a lamento y en todos ellos respira la locura, pero el Cierzo nuestro de los meses fríos es la voz sin amabilidades, un viento de Mistral, un desbaratador de pensamientos, el seco, el fuerte. Jamás escucha a nadie, revolvedor de hojas, barrendero del mundo; el insensato, el que limpia la cara del cielo en días imposibles, el que arrastra las nubes hacia el este. Con su zarpazo invisible, curte el rostro de la gente que amo, les cierra la mirada, es responsable de arrugas y suicidios. A veces me pregunto si la tristeza sin contemplaciones y el pudoroso desconsuelo que observo en mis paisanos, el que convive con la afabilidad cierta y comprobable de la que hacemos gala, con nuestra franqueza y a veces con nuestra alegría, nos lo ha traído el Cierzo o si, precisamente, eso es lo que ha dejado después de llevarse las nubes y el aliento hacia otra parte, soplando sin cesar desde la noche de los tiempos. Alguien me dijo una vez que éramos una tierra de viento y de suicidas, con ciudades y pueblos en medio de la nada.

Pienso en un hombre antiguo, refugiado en su desierta soledad de masovero, con la mirada fija en el brillo asustado de la lumbre, aturdido por los vaivenes insistentes de la ventolera. Y el Cierzo que no para. Y entiendo su cansancio, las ganas de dejarse llevar por sus palabras: que no florezca mayo en los jardines ni octubre preocupe a los suicidas. Pero mayo siempre florece y quizá las cosas vayan mejor: «Detente, cierzo muerto;/ ven, austro, que recuerdas los amores,/ aspira por mi huerto,/ y corran sus olores,/ y pacerá el amado entre las flores» (San Juan de la Cruz dixit).