El partido de Vladimir Putin ha vuelto a ganar unas elecciones en Rusia, aunque esta vez, debido a su pérdida de votos y al repunte del Partido Comunista, con menos solvencia que en anteriores citas.

¿A qué se debe este bajón de Rusia Unida, el partido oficial del Kremlin? ¿A la estrategia diseñada por el encarcelado opositor Alekséi Navalny y por sus seguidores, en base a la expansión del llamado voto inteligente? Que habría consistido, en cuatro palabras, en la recomendación de combatir la hegemonía del partido en el Gobierno votando en cada circunscripción a aquel candidato que más posibilidades tuviera de disputar a la lista de Putin un escaño en la Duma (Parlamento ruso).

Así, si en una provincia cualquiera el candidato opositor mejor situado pertenecía al Partido Comunista, los votantes de centro, derecha, incluso los de extrema derecha deberían apoyarle sin fisuras (y viceversa) para, de ese modo, sumando el voto «inteligente», derrotar a cuantos más «oficialistas» mejor y conseguir restar escaños al enemigo común: Putin y a su ambición de perpetuarse en el poder.

Las novedades de este «voto inteligente» (relativas, pues en política casi todo está inventado) residirían, a mi juicio, en tres: la unidad electoral entre fuerzas, ya no contrarias, sino opuestas; la purista superación del concepto «voto democrático», al incluirse en la operación partidos que defienden las dictaduras; y, finalmente, en el planteamiento teórico de que ya no sería la ideología, programa o coyuntura económica, sino el propio poder, su dominio y control, lo que estaría en juego. Votándose no tanto para cambiar el país como para conquistarlo y retener su gobierno.

Conscientes del riesgo que podría comportar dicha estrategia, las autoridades rusas se aplicaron a boicotear la difusión de la propuesta de Navalny. En buena parte lo consiguieron, pues Putin ha vuelto a ganar. Lo que no han logrado ha sido limpiar de sospechas su figura. Todo ello ante el silencio generalizado de Occidente y la indiferencia del Gobierno español, a quien parece preocuparle bastante más el gas ruso que el gas que se gasta Putin cuando se trata de convertir la democracia en una máquina solo apta para emitir malos olores.