Cuando se presentan los Presupuestos Generales del Estado resulta oportuno establecer algunos apuntes a modo de recordatorio para quienes como tradición se llevan las manos a la cabeza y acuden al mantra del ninguneo a Aragón y de la cesión a Cataluña o los nacionalistas catalanes, tanto da la metonimia. La indignación de quienes apelan al agravio se arremolina en letra impresa, ondas de radio y bits cibernéticos como una muletilla frecuente, aunque conviene desmontar ciertos tópicos.

El primero de ellos, que Aragón sufre una continua discriminación en las cuentas. Aragón sufre discriminaciones, pero no precisamente en unas cuentas que, si se ejecutan convenientemente, siempre podrían ser mejores pero tampoco suponen un agravio. Si se analiza la distribución territorializada de los presupuestos estatales, la comunidad autónoma recibe un 4% del global, que es más del porcentaje de la población que somos en el país, poco más de un 3%. Evidentemente, siempre es un error interpretar la bondad de unos presupuestos según la población de un territorio. Cuando se construyó el AVE, Aragón presentaba los mayores niveles de inversión por habitante del país, pero era engañoso venderlo así porque la alta velocidad era una infraestructura muy cara y, por tanto, cada kilómetro de AVE computaba como inversión en Aragón pero, en realidad, era así simplemente porque estamos entre Madrid y Barcelona.  

Ni más ni menos discriminada

Aragón no está ni más ni menos discriminada que otras comunidades. Incluso podemos sentirnos más beneficiados que otras que suelen salir peor paradas en el proyecto de cuentas cada año. Mejor, mucho mejor, que Extremadura, Baleares, Asturias o Cantabria. Comunidades de población similar y que forman parte del pelotón de segunda en el que se mueven cómodamente los mandatarios aragoneses. Los mismos que renunciaron en el Estatuto de Autonomía de 2006 a fijar en el articulado una financiación y una inversión concreta para no incordiar demasiado en Madrid. Lo redactaron de forma ambigua, apelando a una «ponderación» de «la superficie del territorio, los costes diferenciales de construcción derivados de la orografía, así como su condición de comunidad fronteriza, y se incorporarán criterios de equilibrio territorial a favor de las zonas más despobladas», que es lo mismo que no exigir nada. 

Los que se conformaron con esto para no molestar son los mismos que luego se quejan de que Cataluña reciba lo que le corresponde por ley, ya que ellos en su Estatuto sí fueron capaces de fijar sobre el papel un determinado porcentaje de inversiones que no es, ni más ni menos, que el que le corresponde por su PIB. No es un recordatorio nimio frente a la actitud pusilánime de presidentes aragoneses incapaces de dar un puñetazo en la mesa en Madrid pero que luego se enojan cuando otros lo hacen porque quieren lo mismo que ellos. Igual que muchos otros que cargan contra las pretensiones de los dirigentes catalanes pero aplauden el mismo discurso cuando lo hacen partidos como Teruel Existe o Isabel Díaz Ayuso. Distinta vara de medir para argumentos cada vez más parecidos. Por tanto, la mejor forma de reclamar con contundencia es abandonando el papel de subalterno, de acomplejado cortesano que acude a desfiles militares y recepciones reales y luego se enfurece porque reclama lo mismo que otros fueron capaces de negociar en un proyecto de ley orgánica como es un estatuto. 

Además, Cataluña no es la única comunidad que sale mejor parada en estos presupuestos, que son generosos con tres comunidades gobernadas por el PP: Andalucía, Castilla y León y Galicia. Toda la vida se ha negociado presupuestos, y según quien negocia, es una cesión. Como si toda negociación no significara una cesión. Es el juego democrático y la realidad, guste o no, de la configuración del parlamento español. A partir de aquí, que los presupuestos se mejoren, se enmienden y, sobre todo, se ejecuten.

*Periodista