En mi sueño, tras comprar en un mercadillo unos turrones y la lotería de Navidad, me regalan un calendario de Adviento. Qué detalle. El calendario tiene forma de muñeco de nieve, recuerda vagamente al Olaf de Frozen, y en su amplia y blanca barriga cuenta con veinticuatro ventanitas diminutas numeradas. En cada ventanita se supone que hay un regalo sorpresa. Me explican que tengo que desvelar los regalos entre el uno y el veinticuatro de diciembre, uno al día. No sé si tendré la constancia y la fuerza de voluntad necesaria para obrar de la manera adecuada, la verdad, que la paciencia no es una de mis virtudes. Me suena que me regalaron otro año un calendario parecido de chocolate y no me duró ni dos días. Y eso que tampoco estaba especialmente sabroso. En cualquier caso, agradezco sinceramente el presente (sin pensar en el futuro de momento) y pongo cara de que soy un profesional de los calendarios, claro que sí. No puede ser tan difícil llevar la cuenta, me digo para mis adentros mientras me arrastra el viento. Y en cuanto llego a casa decido inaugurarlo. Abro la primera ventana del muñeco de nieve y me encuentro un papelito enrollado en su interior. Siento cierta decepción, me apetecía un bombón, y desenrollo el papel con presteza. Leo lo que pone escrito: «Te encuentras en un sueño». Pues vaya. Como frase tampoco es para tirar cohetes. Ni para enmarcar ni para enrollar, vamos. Filosofía barata de manual. Y me sabe a poco, claro. Decido abrir la segunda ventana. Dentro hay otro papel enrollado. Lo desenvuelvo diligentemente y leo lo siguiente: «Sigues soñando». Y dale. Abro la tercera ventana, a ver si a la tercera va la vencida. Dentro hay otro papel enrollado. Lo abro y pone escuetamente: «Se acabó el sueño». Y me despierto de golpe, esfumándose el calendario y los turrones. En mi almohada, eso sí, queda el número de lotería. A ver si toca.