Con el lío montado por la equivocación de Alberto Casero, el diputado del PP que votó a favor de la reforma laboral, parece que todos somos perfectos, que nadie tenemos equivocaciones o despistes. ¿Quién no se ha visto buscando las gafas que llevaba puestas, o metiendo productos de la limpieza en el frigorífico o mandando emails a quien no debía? Los errores nos hacen humanos y aunque algunos «pluscuamperfectos» piensan que a este señor habría que incluirlo en un cursillo de iniciación a las tecnologías de la tercera edad, sin ellos seríamos autómatas.

Equivocarse en las votaciones del Congreso o del Senado está a la orden del día y, sino que le pregunten al exministro Ábalos, a Pablo Iglesias, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o José Luis Rodríguez Zapatero. Votaciones trascendentales que les dejaron en muy mal lugar, pero nunca pidieron rectificar su voto, tanto si lo hicieron presencial como telemáticamente. La democracia está plagada de errores en las votaciones.

El diputado Casero se equivocó en cuatro de las 17 votaciones de ese día. Votó en contra de una moción de su propio partido y a favor de la reforma del Código Civil, propuesta por el Gobierno, para castigar a los acosadores de las clínicas abortistas. Con semejante carajera, buscar responsabilidades en el sistema informático no se lo cree ni él mismo. Más , si cabe, cuando los diputados que votaron ese mismo día y en ese margen horario lo hicieron correctamente.

Pedir una rectificación del voto en estas condiciones es un disparate democrático que contraviene el propio reglamento de la Cámara, entre otras cosas porque él mismo había presentado un certificado médico de enfermedad grave para no estar presente y, tras ver su error, corrió a las puertas del hemiciclo, que permanecen cerradas en todas las votaciones, reclamando modificarlo. «¡¡¡La que he liado ¡¡¡» decía.

Lo que ocurrió esa tarde en el Congreso fue una celada (una emboscada basada en el engaño o fraude hecha con disimulo), con diputados traidores a las directrices de su propio partido, engaños, falsedades, encubrimiento de las derechas y aliados políticos expectantes, mirándose al ombligo soberanista como único referente. Pero también fue algo más: la derecha y los independentistas escenificaron el rechazo al diálogo social, a los acuerdos de la sociedad civil que no controlan los partidos políticos. Nunca había ocurrido.

Claro que el PP es el gran perdedor político de la jornada, porque el gobierno gana, aunque sea de rocambolesca carambola. Los traidores han sido desenmascarados y su hazaña ahora no vale ni un real.

Es descorazonador ver cómo lo construido por el diálogo, la voluntad constructiva y la cesión, se vea enfangado en una sesión parlamentaria chusca y tabernaria. No se lo merece el Real Decreto Ley, mucho menos los más de tres millones de trabajadores que van a verse beneficiados pronto por su desarrollo y el mundo del trabajo al que le afecta para mejorarlo.

Los ciudadanos de este país no nos merecemos el espectáculo que se dio en el Congreso de los Diputados porque únicamente alimenta la antipolítica y la visceralidad. Los exabruptos y las pasiones son lo contrario del sentido común que tanto se necesita. La política es el único instrumento que tenemos los débiles para corregir los abusos de los poderosos y por eso hay que distinguir entre quienes la utilizan para construir un mundo mejor, aunque se equivoquen algunas veces, y los que la usan para destruirla, para negarla, para llegar al mundo donde impere el autoritarismo y la autocracia.

El reto de la nueva ley es que se aplique cuanto antes, que sus efectos lleguen pronto a los millares de trabajadores precarios que van a mejorar su situación económica y laboral. La dignificación del trabajo pasa por salarios dignos y condiciones laborales que permitan tanto la emancipación de nuestros jóvenes, como la construcción de un futuro digno.

Urge ya de una vez desplegar los reglamentos que permitan aplicar la ley con garantías, dotar de más recursos y personal a la Inspección de Trabajo, comprometer a los hacedores de este acuerdo en el desarrollo del mismo. Tanto empresarios como sindicatos tienen un reto enorme, la sociedad también.