El Periódico de Aragón

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José Mendi

Botellón de humillación

La vejación es el lenguaje de los que humillan, y la culpa la respuesta de los humillados

La humillación es un atentado a la dignidad de los otros. De hecho, solo podemos humillar a los demás ya que no existe la humillación propia. Sentirse humillado implica el triunfo de quien pretende denigrar.

Botellón de humillación

Este tipo de agresión psicológica puede ser más brutal que otras más visibles. La confrontación permite la contienda, la huida o la rendición. Pero la humillación atrapa como un cepo propio de la personalidad. Al humillado le invade una mezcla de ira y vergüenza, componentes de un cóctel «mata love» que implosiona la autoestima y destruye el amor propio. Hay humilladores profesionales, jefes, que mandan a base de pisotear el pundonor ajeno. Luego están los «gorrillas» humillantes, temerosos de compañeros más hábiles y currantes, que ejercen su veteranía con insultos de novatadas permanentes.

La vejación es el lenguaje de los que humillan, y la culpa la respuesta de los humillados. El entendimiento es inviable y el desprecio a esa falta de aprecio es lo más inteligente. La humillación es relativamente actual ya que, curiosamente, nace de la igualdad individual consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

No se puede humillar a seres inferiores que carecen de derechos. Así lo constata la historia de los esclavos, los negros, las mujeres, los niños, los trabajadores, los ancianos… en diferentes etapas y circunstancias. La humillación está íntimamente relacionada con el poder. Quien ostenta el poder tiene la capacidad de humillar. Pero, también, quien consigue humillar se siente con más poder tras lograr su objetivo.

Hay drogas legales y males admisibles en nuestra sociedad hipócrita. Y la humillación es una maldad tolerada socialmente. De ahí que la responsabilidad de su ejecución, y éxito, contra los humillados, corresponda tanto a los promotores como a los testigos. Humillar sin público es puro onanismo insatisfactorio.

El grupo es esencial, y necesario, para esta orgía pornográfica que masacra la moral del otro. Y sí, usted y yo podemos ser humillados, pero también humilladores. Las diferentes situaciones y contextos convierten a individuos corrientes en sujetos deshumanizados. Las torturas no son una conducta extrema de seres enajenados, sino comportamientos que pueden asumir honrados ciudadanos, en determinadas condiciones. Así lo demostró el psicólogo norteamericano Philip Zimbardo, en su famoso experimento de la cárcel de Standford.

En esa universidad se diseñó una pequeña prisión, en la que un grupo de estudiantes ejercía el papel de prisioneros y otro el de guardianes penitenciarios. El experimento se descontroló y se canceló antes de hora. Los participantes, en función de su cometido, se convirtieron en torturadores o héroes, respectivamente, sin que sus características previas de personalidad mostraran rasgos diferenciales. Zimbardo sería llamado, años más tarde, para testificar como experto, sobre los abusos y vejaciones de soldados estadounidenses a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Grahib.

La humillación es uno de esos comportamientos que ha normalizado la sumisión y la mansedumbre de los oprimidos. La religión católica, a través de las Escrituras divinas, controló los comportamientos humanos. Y con las escrituras registrales, se quedó con sus propiedades. La doctrina bíblica se enorgullece de la humillación…de los demás. «A quien se humilla, Dios le ensalza», señala Lucas 14.11 (está bien el detalle de los apóstoles por apuntar la hora y minutaje de cada ocurrencia evangélica).

La llamada Semana Santa es el botellón de la humillación. El exhibicionismo de la flagelación pública es la mayor transgresión de la humildad. Procesionan los encapuchados, se engalanan las «Manolas» y vemos a militares de élite, de un estado aconfesional, escoltar muñecos religiosos de estilo gore, unos con más arte que otros. La contradicción del encanto aragonés del bombo, en esta peculiar tradición religiosa, la resumió perfectamente Luis Buñuel, al decir que era «ateo, gracias a Dios».

La cosificación de las personas en etiquetas es la primera señal de una deshumanización, antesala de la humillación. La dignidad personal universal debe ser más fuerte que el amor propio de una característica individual, territorial o ideológica. Si la respuesta ante la humillación es la venganza, simplemente cambiaremos el papel de prisionero por el de carcelero. Y la violencia seguirá indefinidamente. Si nos enorgullecemos de ser personas que sabemos defender nuestros derechos, nadie podrá humillarnos.

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