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Pese a lo que en primera instancia pudiera pensarse, el de la ilusión no es un tema menor o baladí. Desalojado a menudo de las sesudas reflexiones de intelectuales y pensadores y, en el mejor de los casos, tratado como el patito feo del relato, excepción hecha de Julián Marías, pocos han sido los filósofos que lo han tratado con el respeto que lo intangible merece.

Nada que objetar de la dedicación de los poetas, tal vez porque la poesía no es sino filosofía que mira hacia dentro, desprovista de su afán por la generalización y el proselitismo. En cualquier caso, y volviendo a lo nuestro, no me parece iluso quien vive ilusiones, sino quien de ilusiones vive o quien de ellas carece.

A decir verdad, no se me ocurre nada, nada importante al menos, que no sea fruto de una ilusión. La ilusión es la palanca que puede removerlo todo en cada uno de nosotros, y que está detrás de cuantas transformaciones hay y ha habido en lo privado y en lo público. Es muy probable que de ser química o alquimista tratase de hallar la composición exacta de la ilusión, dar con la dosis precisa de irrealidad y realismo que oculta y poseer el poder de ahuyentar la desesperanza.

Es curioso cómo el mismo término puede conducirnos a escenarios tan diferentes. Por un lado, la ilusión puede relacionarse con el engaño y el autoengaño. Desde ese punto de vista la ilusión estaría directamente emparentada con la mentira. Sin embargo, es también la ilusión la que nos abre los caminos de propósitos y proyectos, empresas dirían muchos hoy.

Pasa así de dar nombre al mensaje negativo y despreciable de la falsedad a prometer el tiempo, a crear porvenir sin dar la espalda ni a la realidad, ni al sueño. Hace no mucho asistí a una conferencia en la que la ponente nos presentaba como un gran lema la idea de que «lo que no se puede medir no existe». No digo yo, ajena por completo al mundo de las consultorías, que no sea ese un buen resumen de su trabajo.

Sin embargo, qué pretenciosa ceguera me pareció al incluirlo todo en tan simplificador aforismo. Si la oradora estuviera en lo cierto, ya estábamos olvidándonos de las ilusiones y de su función como motor de nuestras vidas. Prefiero, de lejos, la mirada que Marías (padre) desarrolla en su Breve tratado de la ilusión. Marías viene a decir que la vida humana, y no solo la individual, se estructura gracias a las ilusiones, las pequeñas y las grandes, al comprometer ambas nuestra voluntad y anhelo. Dice Marías: «La ilusión es inseparable del deseo, pero no se reduce a él: es condición necesaria pero no suficiente».

Pues bien, descubro así una característica propia de nuestro tiempo: el haber confundido y reducido la ilusión al deseo, el ser la nuestra una época gobernada por el deseo que, a diferencia de la ilusión, se consume y autoconsume. Es posible que piensen que esto que escribo no pasan de ser frivolidades superfluas en los duros tiempos que vivimos. Me justificaré: además de que no hay tiempos sin dureza, creo que, por motivos de sobra conocidos, necesitamos sembrar futuro, cosa imposible sin ilusiones.

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