Delphine de Vigan escribió: «¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. Y si lo habéis hecho, ¿a quién?». Yo sí me lo he preguntado, porque mecánicamente y a diario damos las gracias cuando nos abren una puerta, nos ceden un asiento, nos invitan a un café o simplemente nos tratan con amabilidad y una sonrisa. Pero no estoy hablando de esas «gracias», sino de la gratitud que se extiende por nuestra alma y repara nuestras heridas que se quedaron deambulando en las esquinas más remotas de nuestra mala memoria. Hablo de la gratitud que se dibuja en la expresión de un rostro sin expresión, y de la que emana al escuchar aquellas palabras que, aunque nos hacen y deshacen, finalmente nos salvan cuanto todo nos había abandonado y estábamos desoladamente perdidos.

En ocasiones esa gratitud es recíproca porque tú salvaste y fuiste salvada y entonces estalla la risa y brindas y vives nuevamente al comprender que todo instante de vida es un rayo de sol que nos ilumina en un mar de tinieblas. No hay mayor gratitud que la que te expresa esa persona a la que salvas de su profunda soledad adquirida con los años y el olvido, o cuando detienes el tiempo de la enfermedad con una burla y dos desplantes y consigues que el tiempo a través de los cristales de una habitación, réplica de otras a ambos lados de un ancho pasillo, se detenga. Luego una voz te susurra: «Nada se va a arreglar, ¿verdad? Y todo lo que fui se marchará a toda velocidad y me quedaré en blanco y sin miedo». No contestas, porque lo más que le puedes decir es que cuando eso suceda tú seguirás a su lado, aunque no sirva absolutamente de nada, y lucharás para que el instante del adiós sea breve y tenga el carácter de urgencia de las cosas que se hacen por amor y con gratitud.

Envejecer es aprender a perder y asumir que los déficits van ocupando todas las columnas de tu existencia, borrando hasta los recuerdos y el presentir del tiempo, y en ese trance la gratitud adquiere su verdad, se llena de contenido y ayuda a escribir los renglones de nuestra historia que, siendo mejor o peor, es la nuestra, con la que nacimos, la que forjamos y alimentamos hasta hacernos hombres y mujeres deseosos de mostrar gratitud incluso ante las ingratitudes, de destilar gratitud cuando el aroma solo es pestilente y amorfo y la vida que te diste es un recuerdo abstracto en una fotografía descolorida.

Las gratitudes son, aunque no lo sepamos, los instantes que damos sin escuchar nada, solo el roce de su ancianidad que es nuestra salvación, porque junto a ella nos sentimos extrañamente seguros y dejamos que tiempo se descuelgue del reloj de la vida.