Hay una tormenta de hielo sobre Génova, cuando llega la noticia de tu muerte en un atardecer primaveral en esta Zaragoza que tanto amabas. No recuerdo cuándo fue la primera vez que te vi, pero sí recuerdo tu prudencia y elegancia cuando llegabas a casa, en Villanúa, y nos saludabas y la abuela Sabina decía que eras el hombre más guapo del mundo y todos nos reíamos, tú solo sonreías con timidez. Mientras escribo estas líneas los ojos se me llenan de lágrimas porque formas parte de una vida feliz sin pensamientos atormentados, ni realidades dolorosas que ya no tendrás que padecer. Hoy hace sol, ese mismo sol que nos cobijaba cuando, siguiendo tu estela, nos deslizábamos por las laderas cubiertas de nieve de Astún; eras nuestro profesor, nuestro mentor y siempre había una palabra de aliento cuando no acertábamos a girar adecuadamente. Tú vestido de azul y nosotras, Ana, Raquel y yo, tras tu huella que era en perfecto paralelo sosegado y preciso.

Un día te enfadaste, recuerdas, habíamos remado un largo rato para buscar una pala fuera de pista y cuando llegamos a ella, te dije que no iba a bajarla, que era de locos. Ana y Raquel ya habían dado los primeros giros y ante mi negativa se detuvieron, pero tú no lo hiciste y me dijiste: «No va a venir ninguna máquina a buscarte. Si te da miedo el primer giro haz la vuelta María y verás las cosas de otra forma». Me quedé allí, quieta, mientras vosotros os deslizabais como esbeltos bailarines y maldije mi cobardía. Te hice caso una vez más, di la vuelta María y las cosas ya no resultaron tan duras y aquel día seguí tu huella casi al milímetro con destreza y valentía. Me esperabas abajo y cuando llegué me abrazaste muy fuerte y me susurraste con tu media sonrisa: «No hay que tener miedo, todo podremos superarlo juntos».

Eras alguien diferente en esa España donde todo tenía que ser o blanco o negro

Te lo dije muchas veces, pero no sé si tantas. Y ahora te lo repito: eras alguien diferente en esa España donde todo tenía que ser o blanco o negro y tú parecía como si llegaras de París y acariciaras nuestros sueños con la ternura con la que besabas a la abuela o hablabas con papá de cosas importantes que tenían que ver con Aragón o con causas más allá de nuestras fronteras injustamente olvidadas. A veces paseábamos por Canfranc, cuando el día no era propicio para subir a esquiar, y en la terraza de casa Marraco nos explicabas la razón por la que había que gritar con mucha fuerza para que se reabriese el Canfranc. Nosotras teníamos once o doce años y tus palabras forjaban una leyenda entre el cielo y las montañas que tanto amabas.

Hace mucho que no esquío, mi querido Luis, pero este invierno lo volveré a hacer y sobre mis huellas en la nieve virgen detendré tu figura para que permanezca inalterablemente bella y dolorosamente huérfana.