Acaba de celebrarse en Zaragoza el Festival Mundial de la Felicidad. Se han organizado charlas, debates, actividades lúdicas... todo para reivindicar la necesidad y el derecho a ser feliz. No es algo baladí teniendo en cuenta los dos últimos años que llevamos, más propios de una película de terror que del mundo del siglo XXI.

Mucho han hablado de todo lo relacionado con este sentimiento tan anhelado: técnicas, recursos, habilidades, políticas públicas que propicien un bienestar físico y emocional... cualquier cosa influye para acercarnos o alejarnos de ella. Todo cuenta. Igual de importante es un abrazo en el momento adecuado como una sociedad sin violencia y en paz que nos permita vivir tranquilos y sin sobresaltos.

¿Y feliz se hace o se nace? En ocasiones vemos a personas que sonríen permanentemente y desprenden un magnetismo no fingido. Que transmiten lo que popularmente definiríamos como buen rollo. Verdadero, sin impostura. Probablemente tenga también sus momentos de bajón, de dudas, de cuestionamiento vital, pero la actitud o algo especial en su ADN, quién sabe, le hace salir adelante con mayor facilidad que aquel que vive bajo una nube negra que le oscurece hasta los días más soleados.

A menudo nos autoexigimos tanto, nos ponemos el listón tan alto, que nosotros mismos nos hacemos una emboscada

Quizá la clave sea no plantearnos conseguirla en toda su extensión. La felicidad, en mayúsculas. Más bien buscarla en lo pequeño, en las felicidades. Nos preocupamos tanto por las grandes cuestiones de la vida que olvidamos la satisfacción que puede proporcionarnos el día a día. Nos obsesionamos con grandilocuencias como el éxito profesional, una buena casa o unas vacaciones a un destino exótico cuando quizá nos reporte más alegría comer el domingo en casa de los padres, ver una serie con la pareja en el sofá o disfrutar de unos días en la Costa Dorada.

A menudo nos autoexigimos tanto, nos ponemos el listón tan alto, que nosotros mismos nos hacemos una emboscada. Nos convertimos en nuestro peor enemigo. Nadie sabe si será buen padre, la mejor pareja o el profesional más cualificado en lo suyo. Ni siquiera si podrá estar a la altura. Probablemente no. Y no pasará nada. Nadie es perfecto las 24 horas. Tampoco nadie nos lo pide. Solo uno mismo, obcecado con responder a lo que pensamos que los demás esperan de nosotros. Pero con estas cabezas nuestras tan complicadas y que nos empeñamos en mantener activas la mayor parte del tiempo, resulta complicado vivir el presente. Nos tensionamos proyectándonos en un futuro incierto. ¿Y cómo prepararse para situaciones desconocidas? Pues llegando lo más felices posible para afrontarlas. Más 'carpe diem' y menos tragedias hipotéticas. Que no sabemos ni cómo de larga es la vida ni cuánto se nos puede complicar.