- Pase, pase, señor Domínguez

- ¿Mandó usted llamar, verdad?

- Sí, siéntese, señor Domínguez. Señor Domínguez, en los tres últimos meses su número de ventas ha descendido notablemente. Se marcaron unos objetivos y usted no los ha cumplido.

- Es que son demasiado altos -balbuceó el señor Domínguez.

- No me interrumpa, señor Domínguez. Ayer por la tarde despedí a Gómez y a Ferrer. Usted ya lleva diez años con nosotros, por eso tengo toda la paciencia del mundo, pero ya sabe que un día la paciencia se agota. Me entiende, ¿verdad, Domínguez?

- Sí, jefe.

- Bueno, pues hala, ¡póngase las pilas! Puede marcharse. Por cierto, Domínguez, esta tarde deberá cubrir las visitas de Gómez.

“¡Qué tipo tan miserable!” -pensó Alfonso Domínguez mientras cerraba la puerta del despacho. Se dirigió a la sala de llamadas y tomó asiento frente a su mesa. No había nadie más. Los demás comerciales, o no habían llegado todavía, o ya se habían marchado a realizar visitas. Cogió la guía de teléfonos y empezó a concertar citas.

A media mañana llamó a su amigo Paco. Aquel día les tocaba partido de frontón. ¡Menudas ganas tenía de desahogarse tras las amenazas de su jefe!

- ¿Paco? Sí, esta tarde. Pero tendrá que ser a las ocho, estoy ‘pringao` hasta esa hora. ¿Ya la alquilaste?, ¿todo ocupado? ¡Mierda! ¿En “La casa del ladrón”? No me gusta pero si no hay más remedio. De acuerdo, a las ocho. Adiós, Paco.

Levantó la vista. En la puerta de la sala estaba su jefe moviendo la cabeza de un lado a otro como un auténtico repelente. Le señaló con el índice: “Mi querido Domínguez, se va a acabar mi paciencia, recuérdelo. ¡RE-CUÉR-DE-LO!

Alfonso maldijo su mala suerte y continuó concertando visitas hasta la una y media. Casi se le había olvidado lo de su jefe. Además, iba a quedar para comer con Sandra, una chica que trabajaba en el mismo polígono y que le gustaba mucho. Sonó el teléfono. Era Sandra. No podía comer con él, al parecer tenía una reunión muy importante. Alfonso comió solo. ¡Cómo deseaba estar ya frente al frontón para liberar toda su rabia!

La tarde fue horrible. Dos visitas de una hora cada una y no vendió nada. En la tercera visita le echaron poco menos que a patadas. Regresó a las oficinas y se puso a rellenar las fichas de trabajo. Quedaba apenas media hora para marcharse. Alfonso solo pensaba en el frontón. Necesitaba unos buenos raquetazos para descargar tensiones. Ya le daba igual jugar en “La casa del ladrón” en lugar de hacerlo en el “Club de Tenis”. “La casa del ladrón” era, en realidad, un enorme chalé con piscina, pista de tenis y un frontón. Llevaba diez años abandonada y precintada. La llamaban “La casa del ladrón” porque, al parecer, su antiguo inquilino había robado en varios bancos. Finalmente fue detenido y acabó con sus huesos en prisión, aunque nunca se encontró el dinero sustraído en aquellos asaltos. Su amigo Paco vivía en esa misma urbanización y, cuando no tenían pista en el “Club de Tenis”, pasaban bajo el precinto que rodeaba la casa y jugaban allí. El frontón no se hallaba en muy buenas condiciones pero se podía usar. Sonó el teléfono.

- Dígame. ¡No fastidies, Paco! ¡Mierda, con las ganas que tenía! Está bien, jugaremos mañana. Adiós.

Alfonso se quedó un rato pensativo. Finalmente decidió que iría él solo. Tenía que desahogarse como fuera. Se cambió en los baños de la oficina. Cogió el coche y salió disparado hacia la urbanización. Por fin llegó a “La casa del ladrón”. Raqueta en mano, pasó debajo de los precintos y se encaminó al frontón. Se paró a mitad de pista. Mientras botaba la pelota pensó en el día horroroso que había tenido. Levantó la mirada hacia la pared del frontón. Vio el rostro y la sonrisa estúpida de su jefe. “Re-cuér-de-lo, re-cuér-de-lo” -resonó en su cabeza. Golpeó la bola con toda su alma, con toda la rabia del mundo. Impactó brutalmente contra la pared y… Alfonso la vio pasar como un misil por encima de su cabeza sin la más mínima opción de poder devolverla. Cuando encaró nuevamente la pared del frontón, observó un tremendo desconchón donde la bola había golpeado. Alfonso se acercó y arrancó unos pedazos del yeso quebradizo que había quedado al descubierto.

*****

“RECUÉRDELO, RE-CUÉR-DE-LO. Es usted muuu tonto.” Junto al mensaje, una caricatura de la cara del jefe, acentuando sus tics nerviosos. Alfonso rio con ganas. En un par de días recibiría la misiva en su oficina. Introdujo el papel en el sobre y lo echó al buzón. El sol brillaba en lo alto. Se puso sus gafas oscuras y subió a su deportivo nuevo. Rumbo a algún lugar tranquilo y paradisíaco, abandonaba la gran ciudad. Observó sus manos, todavía blancas, aferradas al lujoso volante. ¿Quién iba a pensar que el dinero de los robos del ladrón de bancos se escondía en la pared del frontón?