Manolo Jiménez es un entrenador que normalmente habla con grandilocuencia. Otra cosa no, pero su discurso fervoroso y caliente transmite el entusiasmo con el que él hace las cosas en su trabajo y la pasión con la que vive su profesión. Es un terremoto de emociones a pie de banda y un torrente de energía futbolística cuando se expresa. Mucho tendrá que ver en ello ese carácter tan sevillano. Por eso su personalidad ha calado tan hondo en el corazón del zaragocista y, por eso, su figura conecta de una manera tan natural y profunda con los jugadores a los que dirige. El vestuario, este vestuario en particular, está con su técnico a pies juntillas y el técnico está con sus futbolistas con la misma fuerza y reciprocidad.

De tanto en tanto, Jiménez utiliza expresiones que podrían parecer excesos verbales, y que en cierto modo lo son, pero que él emplea como arma de motivación con algunos de sus hombres. El último botón de muestra ha sido la reivindicación pública de Montañés como un jugador con capacidad y nivel para estar en la selección española. "Si después de este gol Montañés da un paso adelante es un jugador de selección. Del Bosque se lo va a tener que pensar con él", fue la frase del entrenador tras la manita al Deportivo. Y ha tenido otras. Cuando dijo que Apoño era el Iniesta del Real Zaragoza o cuando habló de Romaric como uno de los mejores centrocampistas de la Liga en buen estado físico.

Jiménez es así. Protege a su grupo, lo mima, lo cuida, lo motiva, lo realza, lo espolea y, si hace falta, vende el producto. Su producto. Lo hizo el sábado con Montañés a través del elogio --como antes con Apoño y Romaric, a los que quería recuperar-- o con Zuculini a través de la tutela: lo alabó y lo defendió después de su error en el 0-2. Siempre tiene al jugador despierto, en tensión, hambriento y estimulado. Con esa fórmula lleva ya diez meses. Y todo marcha fenomenal.