Poco a poco van apareciendo las piezas del puzle que definirá nuestra recuperación económica, a no ser que cambiemos de rumbo. En ciertos ámbitos, como las relaciones laborales, se impone la lógica del mercado, reforzada por las últimas reformas legislativas. En otros, como las pensiones o los servicios y prestaciones públicas, sigue imperando la consigna de reducir el gasto. En cambio, buena parte de las empresas en sectores regulados --y sus accionistas-- prácticamente no han conocido la crisis: los precios de sus productos, en los que el BOE tiene mucho que decir, no bajan. Más bien lo contrario.

Desde 2008 se ha producido un desajuste entre, por un lado, las subidas de los precios de suministros básicos como el agua, el gas y la electricidad y, por otro, la caída en la renta disponible de los hogares a raíz del aumento del paro, la práctica congelación de las pensiones y la extensión de la precariedad a segmentos cada vez mayores de la sociedad. El discurso dominante y políticamente correcto entra aquí en una grave contradicción: las condiciones laborales deben estar sometidas al mercado, pero no así los ingresos de las compañías que operan en sectores regulados.

La disfunción genera un efecto regresivo y muchos ciudadanos en dificultades deben hacer un esfuerzo cada vez mayor que se dirige a aumentar los beneficios de un grupo de grandes corporaciones; ni más ni menos. Es cierto que en el año 2009 se instauró el bono social para el consumo eléctrico, pero pensado para cubrir únicamente los casos límite (perceptores de pensiones mínimas y hogares con todos los miembros en paro) y las familias numerosas (sin que se condicione la protección a un nivel de renta máximo).

La magnitud de esta brecha que se está creando entre los ingresos menguantes de los hogares y las tarifas crecientes de los servicios básicos, en otros tiempos conocidos como públicos, resulta difícil de medir con total seguridad y exactitud. Por ejemplo, en la variación del precio de la electricidad en el 2014, el Gobierno estima que bajó un 5% pero el INE muestra un incremento del 4,4%. El Ministerio de Industria, para explicar su discrepancia con el INE, señala que se debe tener en cuenta lo que las eléctricas cobraron de más a los consumidores en un principio y que luego les devolvieron, y, también, que hay que hacer los cálculos basándose en el consumidor medio. Es una cuestión simplemente de la facturación correcta, sería la réplica oficial.

En condiciones normales, cabría suponer buena voluntad por parte del ministerio a la hora de ofrecer sus estimaciones y, más importante, de legislar. Lamentablemente, la historia reciente de la regulación del sector eléctrico en España, y de la energía en general, va camino de convertirse en un compendio de malas prácticas digno de atención internacional. Hemos visto sistemas de fijación de precios que no aguantan su estreno, extracción de competencias del regulador para devolverlas al ámbito de decisión política del ministerio, puertas giratorias por las que cruzan altos cargos... Ciertamente, es una cuestión de facturas, pero en este caso, pendientes: la reformas que el Estado no afronta y que dejan perjudicados a los ciudadanos.