No ha pasado tanto tiempo desde que el 30 noviembre del 2013 cerrara sus puertas el Centro Terapéutico de El Frago. Hace solo un año, los que todavía residían allí luchaban para que la estampa que hoy ofrece no se produjera. Y esa foto fija es la de un museo del olvido con jornada de puertas abiertas todos los días. Alertados por algunos vecinos de la zona, que aseguraban que había sido vandalizado, y sufrido daños y robos por los amigos de lo ajeno, EL PERIÓDICO acudió a estas instalaciones para conocer su estado actual. Y pudo recorrer todas las estancias porque no es que se haya sacado de allí el servicio público que sirvió para rehabilitar a toxicómanos y alcohólicos de su enfermedad durante casi tres décadas, es que nadie lo mantiene, obviamente, ni lo vigila. Nadie lo protege. Y, a la espera de que algo cambie, se ha convertido ya en una pieza más de esa colección del abandono en territorio aragonés.

Esas voces que alertaban de la vandalización, recorrieron antes su interior porque, efectivamente, la puerta está abierta. Aseguraban que se está colando gente y lo que nadie se podría imaginar es la cantidad de objetos se conservan en su interior. En este centro que yace sin vida a dos kilómetros del municipio del que adoptó su nombre.

Ajenos allí, con el desapego que los propios habitantes del pueblo admiten sin problema a estas instalaciones. "Hacía más de 15 años que no teníamos relación con ellos", explican en el municipio. Nadie se ha molestado, ni siquiera, en retirar las pancartas que en su día, trabajadores y defensores de la sanidad pública levantaron para suplicar una última oportunidad. Allí están, tiradas en el suelo, con mensajes de No al cierre que hoy, diez meses después, casi suenan a ironía engullida por el silencio.

De la misma forma que la maleza ha hecho lo propio con el sinuoso acceso desde ese camino natural que separaba el centro terapéutico del barranco próximo desde el que se abastecían de agua y lanzaban sus vertidos. Porque si el objetivo de su cierre era la venta, el titular del inmueble (la DGA) va a tener en este aspecto un complicado hándicap. La Confederación Hidrográfica del Ebro autorizó una captación desde el barranco que, para otras actividades lucrativas, está por ver si se actuaría con igual benevolencia. Nadie lo cree, pero todos esperan que a la DGA se le ocurra algo para darle vida.

Así que los que están a solo dos kilómetros del centro lo que más les preocupa del abandono es que ahora sea "un imán para atraer delicuentes" a la zona, a la busca de algún tesoro de los que ya poco quedan allí o en otros muchos edificios abandonados. Pero por si acaso... "casi es mejor no enseñar nada", proponían.

Y lo cierto es que no les falta razón. Porque hay libros, películas, sillas y mesas --de madera o de hierro--, 29 camas con sus 29 somieres en las 19 habitaciones que hay repartidas en dos plantas, enseres para cocinar, abundante material de oficina, con impresora y fax incluidos... También documentos que todavía permanecen triturados junto a ellos en la oficina de la dirección en la que, aparte de los numerosos excrementos de pájaros (tres de ellos yacen por diferentes habitaciones inertes como el propio edificio), lo que más llama la atención son los numerosos recortes de prensa que pueblan el corcho de los Recursos (así lo denominaban) junto a las cartas remitidas en el 2013 al Justicia, a la presidenta de Aragón, Luisa Fernanda Rudi, y al Rey de España, entonces Juan Carlos I, suplicando evitar el cierre del centro. O las críticas de Chunta, en la comarca y las Cortes, alertando de lo que hoy ya sucede.

Lo único que parece vandalizado, aparte de las esperanzas de aquellos que trataron de defenderlo, son algunos cristales del salón, donde los internos podían disfrutar de la lectura o las películas que todavía aparecen clasificados por orden alfabético. Junto a la chimenea, de la que ni siquiera retiraron las cenizas de las últimas ascuas. Huellas vivas de cómo se apagó todo allí.

Sillones raídos por el paso inexorable del reloj a pocos metros del comedor en el que todavía descansan, sobre las mesas y estanterías, algunas de las manualidades que aquellos internos elaboraban para combatir su enfermedad. Y del panel de actividades donde cada uno de los 26 que llegó a tener, antes de los últimos estertores del centro, se repartían las tareas. En el huerto, hoy arrasado por el abandono y con los invernaderos despedazándose a fuerza de lluvia y viento; en el corral, donde hace años llegaron a tener ovejas y conejos; en las laderas, que nadie mantiene a salvo como hacían ellos; o la cancha de fútbol y baloncesto, ya sin vida como todo.

Todo está en silencio, inerte y olvidado. La residencia, las oficinas con despachos que aún mantienen todo el mobiliario, y talleres con maquinaria en la que carteles como el de "no tocar para nada" tienen otro sentido hoy. Nada parece tenerlo allí.