El lunes, poco antes de las nueve de la noche, sonó el teléfono de Pedro Enériz. Era Paolo Quinteros. En una conversación educada, amable y cordial, el escolta comunicó al gerente del CAI, su interlocutor, que había decidido no seguir en Zaragoza. La llamada se produjo el día 6. Ayer, día 7, expiraba la propuesta de renovación que la entidad le había hecho llegar por escrito. Así, Quinteros ponía el punto y final a una brillante historia de cuatro años, en los que él se ha hecho más grande gracias al CAI y el CAI se ha hecho más grande gracias a él. Pero ¿por qué? ¿Por qué no ha querido continuar en el equipo?

Quinteros es el mejor jugador, el de mejor rendimiento, en la historia del club. Un escolta enorme, con una capacidad de anotación innata, que este último año ha alcanzado su nivel más alto: ha jugado tan bien como siempre y, además, ha hecho jugar. Ha sido un ganador, comprometido y muy querido. Eso es lo que cualquiera ha visto. Pero la respuesta no está ahí. La respuesta a su salida está en lo que no se ha visto.

Tanto en el momento en el que Quinteros fichó por el CAI como cuando renovó lo hizo por dos razones: una, la oferta del club siempre fue la más elevada económicamente, también tras el descenso. Y, dos, a Paolo primero le sedujo el proyecto y, luego, creyó en él y ha estado cómodo. Esta vez no se marcha por dinero, aunque quizá termine ganando más que lo que le proponían aquí. Se va porque no tiene sintonía con los responsables del CAI (curiosamente con ellos han llegado los mejores resultados desde el 2002). Ya era así hace doce meses, pero con unos 600.000 euros firmados a cualquiera de nosotros le crecería la paciencia.

Ahora, al acabar contrato, ha dicho basta. Y ha sido tras un año de tensión silenciosa, en el que el escolta ha mantenido una guerra sucia subterránea muy fea por la posición de poder. Un pulso entre un jugador, aunque fuera el mejor, y la estructura de un club que el CAI no consintió (el Madrid, por ejemplo, sí lo ha hecho...). La gota que colmó el vaso fue el expediente que la entidad le abrió por deslizar en una entrevista a este diario el 26 de enero que el cuerpo técnico no preparaba bien los partidos y por decir que no sabía por qué Abós le había sentado en Málaga a los tres minutos (cuando sí lo sabía).

Este año no ha habido muchos más episodios desagradables (en la LEB, sí: enfrentamientos en el vestuario o, por ejemplo, una llamada oficial al orden cuando le dio la espalda al ataque del equipo ante el Vigo y pidió el cambio). A Paolo no le gustaron los reproches. Estaba acostumbrado a otra cosa. Así incubó un resquemor personal creciente que no ha impedido que, paradójicamente, haya jugado el mejor baloncesto de su vida con Abós, pero que ha provocado este final. Es una pena. Su recuerdo será imborrable. Es un jugador fantástico.