Ahora que todo parece revuelto y crispado: la derecha en perfecto estado de revista y al ataque, la Iglesia reaccionaria en su sitio; el Gobierno, debilitado; las clases medias, temerosas; la universidad, sin pulso; y el dinero de los ricos en paradero fiscal desconocido, sólo faltarían dos protagonistas en el escenario: el ejército y los anarquistas.

Y son los más importantes actores visibles en el libro de Julián Casanova titulado De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España (Crítica). Por un lado, la expectativa de un cambio radical, la gimnasia revolucionaria; por otro, la represión, en una trasnochada manera de entender el orden público, heredada de la monarquía. El historiador va levantando con cuidado las vendas sobre los grandes malentendidos de la época.

Para Azaña "no había discurso interclasista, porque no se trataba tanto de fundir como de articular fuerzas en torno a un proyecto político". Para la CNT el pueblo es el proletariado organizado, "las más humildes clases sociales". El resto son políticos burgueses que "sólo apelan a la soberanía popular cuando necesitan votos" y " traidores socialistas" que engañan y defraudan al pueblo. Hubo una "guerra civil" entre las dos prácticas sindicales.

Sobre el tapete, la Iglesia y el ejército, las relaciones laborales, la educación, la propiedad de la tierra, las autonomías. Casanova explica cómo en aquellos años 30, detrás de las propuestas de reforma laboral "no había una clase capitalista fuerte que pudiera responder con las concesiones necesarias". Por otro lado, la crisis económica internacional "fue una fuente de dificultades para los planes de reforma del Gobierno de coalición republicano-socialista".

Julián Casanova advierte que, en aquel momento, "el debate sobre el desempleo nunca ocupó el centro del discurso político" y señala que considerar el trabajo permanente como normal e indispensable, algo imprescindible para percibir el paro como problema era en España "cosa muy reciente y limitada a algunos sectores industriales", aunque esa masa de parados "acababa siendo un problema de orden público".

Salir a la calle se instituyó, desde el anarcosindicalismo, como "el acto revolucionario por excelencia". El autor incide en que las altas tasas de analfabetismo, especialmente entre obreros, jornaleros del campo y mujeres, condicionaban la participación activa de la mayoría de los afiliados cenetistas en los debates internos. Las cuotas bajas, los muchos liberados de pagarlas, parados, presos... determinó la situación de un sindicalismo sin fondos, con demasiados comités difíciles de controlar.

Anarcosindicalistas como Joan Peiró siempre se esforzaron por distanciarse de una visión candorosa de la revolución, según las fórmulas teóricas concebidas en el siglo XIX. Veían que sólo los trabajadores y los excluidos no serían capaces de llevar adelante la nueva sociedad. El discurso de gente como Peiró, Pestaña, Arín o Cortés, defensores de una organización obrera disciplinada, procedía del mundo industrial de Cataluña.

Por otro lado, militantes como Rivas, Ascaso, García Oliver o Durruti venían de los sindicatos de la construcción, de obreros menos especializados, eran más partidarios de la acción en la calle. Dos maneras de entender la revolución. La segunda vencería a la primera. Hubo un sindicalismo escindido, una guerra interna, el debate sobre la participación política, la escisión de los treintistas y la creación del Partido Sindicalista por Ángel Pestaña. Al levantarse los militares, todos los escenarios se trasladarían de la calle al frente.