Jesús Fernando Escanero ha dedicado toda su vida a los alumnos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Zaragoza, una exigente carrera que no le impidió realizar incursiones en la poesía más estilísticamente transgresora. Ahora acaba de publicar su nuevo poemario Cierzo, que recoge sus reflexiones y experiencias de los últimos años.

-Todos sus alumnos en la Facultad de Medicina destacan de usted que siempre se ha esforzado en «hacer de su educación una educación mejor». ¿Espera contribuir también a una mejor sensibilidad con este libro?

-Lo espero. Yo comencé muy pronto a emborronar papeles, y por aquella época era muy clasicón, siempre midiendo versos, etc. Pero a partir de una edad mi aproximación a la poesía se pareció más a la de un investigador. Lo primero que hice fue intentar desnudar la poesía, eliminando los signos ortográficos, realizando poemas con elementos no formales como números o imágenes. Me importaban un pepino las palabras, y aún me contuve al no atreverme a hacer una cosa más, que es saltar de la poesía a la prosa alternando el mensaje entre los dos estilos. Quedan reminiscencias, algunas personas han dicho que mis poemas tienen que ver más con la prosa que con la poesía. Espero poder despertar esas nuevas sensibilidades.

-Su carrera de docente también deja otros remanentes en sus versos, como terminología muy aplicada al campo de la Medicina.

-La verdad es que me sale sin más, pero no por un descuido o una derivación profesional, sino que es una proyección personal que me niego a quitar de mis versos.

-Dedica parte de su poemario a la figura de Marshall Mcluhan. ¿Por qué?

-El transformó nuestra paz y rompió la concepción de que varias generaciones familiares cohabitasen en la misma casa. Yo personalmente tengo a mis hijos repartidos por el mundo, uno en EEUU, otro en Londres y la tercera en Madrid. Es otra dinámica, aquella estructura familiar tradicional se ha roto y la perspectiva del mundo ha cambiado. Antes las cosas eran mucho más claras y firmes, ahora flotamos en la incertidumbre. Por eso siempre que se propone algo nuevo hay que preguntarse si eso contribuye a hacer buenas personas. La gente está dispuesta a tolerar errores, pero no a tolerar mentiras.

-También dedica otro bloque a la isla brasileña de Santa Catalina y a su ciudad Florianópolis.

-Pude visitar esa región con motivo de unas jornadas pedagógicas, y hubo una cosa en particular que me llamó la atención. Allí tienen un puente que conecta la isla con el continente, pero se trataba de un puente de decoración, ya que estaba muy viejo y nadie lo utilizaba. Allí conocí a una estudiante de periodismo que se estaba ganando unos dineros durante el verano sirviendo cafés. Cuando hablé con ella le dije «mucho ánimo y que seas una periodista famosa» ante lo cual ella me respondió: «yo no quiero ser famosa, yo quiero cambiar el mundo». De algún modo aquel puente servía al mismo propósito, no era para comunicar, era para cambiar el mundo.

-Y en la última parte del libro también habla de «jueces, políticos, listillos y palmeros», en donde, si me permite la expresión, reparte a diestro y siniestro.

-(risas) Bueno, a los jueces y a los políticos no tenemos más remedio que sufrirlos, pero con los dos últimos grupos la cosa es diferente. El problema de fondo siempre es el mismo, y es que un sujeto no sepa en qué coordenadas se tiene que mover. La gente acude a los debates con las ideas preconcebidas y no escucha las opiniones de los demás. La expresión última de ese proceso son los borregos y los palmeros, aquellos que aplauden lo que dice el líder de su partido sin el menor sentido crítico. Esto se reproduce a menor escala en las instituciones de zaragozanas, si la gente pudiese echar un vistazo dentro de ellas sin duda se sorprendería.