Antaño protagonista de duras batallas de precios --los que peinan canas se acuerdan, por ejemplo, de la bilbilitana, que concluyó con cierres de establecimientos-- el pan sigue estando de actualidad, pues a su valor simbólico en el entorno mediterráneo, se suma su inestimable rol en las actuales estrategias de mercado.

Imprescindible en nuestra dieta, el pan experimenta un momento dual, a la par que manifiesta las contradicciones de nuestro sistema alimentario. Usado como gancho por cadenas y grandes superficies, que compiten en precio, y extendido por los más inverosímiles puntos de venta --desde gasolineras a kioscos de prensa--, es el resultado visible de una industria capaz de suministrarnos un producto, higiénica y sanitariamente impecable, pero de escasos valores organolépticos. Pero, paralelamente, pequeños obradores, industrias artesanas, están revolucionando el mundo del pan. Recuperan masas madres, elaboran fórmulas y formas ya perdidas, crean y difunden la figura del pan de calidad --las pinteras y cañadas turolenses, con C'alial-- y nos devuelven placeres gustativos casi olvidados.

De hecho, son ya bastantes las tahonas rurales que venden en Zaragoza y muchos los turistas de interior que vuelven a la capital con un enorme pan bajo el brazo. Hasta los restaurantes punteros se están plateando qué panes usar en sus establecimientos, aburridos los clientes de esos vulgares panecillos precocidos. Y en este proceloso mar migoso, es una vez más el consumidor quien decidirá quien se mantiene a flote, por más que puedan coexistir ambos modelos. Optar por panes malos, aunque baratos, para dejarse los dineros en tecnología o ropa, donde el pvp parece no importar; o cuidar la alimentación y el gusto, pagando muy poco más por productos deliciosos, elaborados con tiempo y amor. Usted elige.