La prosperidad, o es compartida, o no es tal cosa. «Un mundo en el que el 1% de la humanidad controla tanta riqueza como el 99% más pobre nunca será estable». Esta frase fue pronunciada por el todavía presidente de los EEUU, Barack Obama, en su último discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre del 2016. Pero la brecha entre los más ricos y el resto de la población no deja de crecer.

Según el informe Una economía para el 99% de la oenegé internacional Oxfam (Oxfam Intermón en España), desde el año 2015, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta. Actualmente, ocho personas (ocho hombres en realidad) poseen los mismos recursos económicos que 3.600 millones de personas, esto es, la mitad de la humanidad.

Y esta concentración de cada vez mayor riqueza en un número menguante de manos parece no tener fin. De hecho, según el citado informe de Oxfam, durante los próximos 20 años, 500 personas legarán 2,1 billones de dólares a sus herederos, una suma que supera el PIB de la India, un país con una población de 1.300 millones de personas.

Si sigue esta tendencia, advierte la oenegé, «el incremento de la desigualdad económica amenaza con fracturar nuestras sociedades». Oxfam augura un incremento de la delincuencia y la inseguridad y el socavamiento de la lucha contra la pobreza. Y esto hará «que cada vez más personas vivan con más miedo y menos esperanza».

Prueba de esto último son el Brexit o el éxito de la campaña presidencial de Donald Trump, así como el preocupante incremento del racismo y la desafección generalizada que genera la política convencional.

Todo ello provoca que cada vez más ciudadanos de los países ricos den muestras de que no están dispuestos a seguir aguantando la situación actual. «El reto está ahora en plantear un modelo positivo frente a aparentes soluciones que generan en realidad más división», proclama Oxfam en su informe global.

En los países pobres, el panorama es igualmente complejo y no menos preocupante. Cientos de millones de personas han salido de la pobreza en las últimas décadas. Sin embargo, una de cada nueve sigue pasando hambre. Pero serían 700 millones menos si el crecimiento económico entre 1990 y 2010 hubiese beneficiado a los más vulnerables.

El Banco Mundial ha dejado claro que, si no se redoblan los esfuerzos para hacer frente a la desigualdad, los líderes mundiales no cumplirán su objetivo de acabar con la pobreza extrema en el 2030, raticado en los Objetivos de Desarrollo Sostenibles de Naciones Unidas. Pero es un reto más que posible. Recientes estudios revelan que, actualmente, los recursos existentes permitirían eliminar tres cuartas partes de la pobreza extrema si se incrementase la recaudación fiscal y se recortase el gasto militar y otros gastos igualmente regresivos.

Pero para lograrlo hace falta voluntad política. El informe Una economía para el 99% analiza cómo las prácticas de grandes empresas y los más ricos están acentuando la actual crisis de desigualdad extrema. Es innegable que el modelo de economía globalizada ha beneficiado principalmente a las personas más ricas. Pero todavía estamos a tiempo de construir un mundo más justo, basado en una economía más humana. Uno en el que las personas, y no los beneficios, se encuentran en el centro, y donde se da prioridad a los más vulnerables.

La clave está en una recaudación de impuestos más justa, algo que Oxfam Intermón está reclamando en la Semana de Acción Global contra los Paraísos Fiscales, que en Zaragoza se está celebrando con varias actividades (ver recuadro en la página siguiente). Pero la riqueza, lejos de transmitirse espontáneamente hacia abajo, en la llamada economía de goteo o de derrame, se vuelca hacia las capas más altas de la sociedad. Y, en este proceso, las grandes empresas y las personas más ricas desempeñan un papel esencial.

El modelo de maximización de beneficios de las grandes compañías conduce a una devaluación salarial sobre el trabajador medio, una presión sobre los pequeños productores, y a sofisticados esquemas corporativos para tributar menos de lo que les corresponde, eludiendo el pago de unos impuestos que beneficiarían al conjunto de la población, especialmente a los sectores más pobres.

Mientras los sueldos de los directivos de las multinacionales siguen en aumento, basta con un ejemplo para ilustrar la suerte que corren los de abajo. En la década de los ochenta, los productores de cacao recibían el 18% del valor de una tableta de chocolate, frente al 6% que obtienen hoy.

Cada vez más empresas optan por recurrir a los paraísos fiscales para eludir sus obligaciones tributarias. Además, los países han entrado en una competición entre sí por ver cuál ofrece un impuesto de sociedades más bajo.

Esta tendencia, unida a las a las técnicas de evasión y elusión fiscal tan extendidas, hace que muchas grandes empresas reduzcan su contribución fiscal a mínimos. Los países en desarrollo pierden cada año al menos 100.000 millones de dólares como consecuencia de estas prácticas.

Este modelo no sirve para alcanzar la estabilidad ni una prosperidad compartida, sino que, por el contrario, nos está arrastrando al abismo. Necesitamos urgentemente una alternativa al modelo económico. Es hora de construir una economía humana.