España, entendida como la gran España, ya dejó de existir. En París quedarán siempre las cenizas de una selección que fue extraordinaria, pero que fue incapaz de estar a la altura de su prestigio, superada por una soberbia Italia (2-0). Cuando se dio cuenta, volvía a casa, completando el decadente final de estos dos años en que descendió abruptamente de la cima. Brasil no fue un accidente; Francia, tampoco. Ya no hay ni rastro del campeón del mundo ni tampoco del campeón de Europa. España ha sido víctima de una lección que tardará en olvidar. No hay mayor crueldad que no reconocerte a ti mismo.

La selección se acabó traicionando. Miró tanto a Italia que acabó sintiéndose protagonista de un extraño y frustrante viaje al pasado, como si ese paréntesis glorioso (del 2008 al 2012 alcanzó para hollar el Everest logrando un Mundial y dos Eurocopas consecutivas) no hubiera existido. Renegó del balón, jamás se vio a La Roja tratarlo con tanto desprecio, a patadón limpio lo torturaron Ramos, Juanfran, Alba..., sin saber que estaban firmando su condena. Italia, en cambio, no se encerró en su área. Se supo del milagroso Buffon, el guardián de azurro, a partir del minuto 70.

Conte impartió una cátedra a Del Bosque, un técnico tan fiel a sus ideas (repitió cuatro veces la misma alineación en la Eurocopa) que acabó sin aire en la orilla. Con Italia, hace ya ocho años, empezó todo. Fue cuando Cesc, en la tanda de penaltis, enseñó el camino del éxito que luego prolongó Iniesta con un disparo eterno. Y con Italia termina ahora también todo. Es tiempo de cambio para una selección que dejó de ser ganadora, acostumbrándose a lo que era antes. Un equipo que prometía mucho, pero, al final, no cumplía nada. Hay jugadas que ilustran la estrepitosa caída del imperio, sostenido siempre sobre el gobierno del balón. Cuando no lo tuvo, se quedó sin voz. Ni discurso.

Sergio Ramos no tenía que hacer la falta que hizo. De Gea tenía que ordenar la barrera de forma adecuada. Y la defensa, además, descuidaba la obligación de estar atenta a cualquier rechace. O sea, de desastre en desastre hasta el caos final. El presente ya no le pertenece a este grupo de futbolistas, incapaces de liderar esa transición dulce que pregonaba Del Bosque. No tiene ninguna coartada. Ni siquiera excusa. Hasta Italia jugó muy bien al fútbol, mejor incluso que los españoles, tan desorientados como deprimidos.

¿Y el futuro? Del Bosque tiene asumido, aunque no lo diga abiertamente, que le toca irse. Resistió como buenamente pudo la tormenta de Brasil, pero un segundo fracaso consecutivo (España ya no cae ni en cuartos de final como ocurría antes del hermoso paréntesis) le deja sin argumentos. No hay disculpa para una selección que se ha desmoronado con la misma velocidad que alcanzó el paraíso. Se avecinan tiempos de cambio profundos, Casillas --no jugó ni un minuto-- se unirá al panteón de los elegidos como Xavi o Puyol, y Del Bosque dejará paso.