El tiempo no avisa de su prisa, como la corriente de un río nos lleva sin remilgos y por el lecho van quedando huellas y vestigios. Algunas de nuestras evocaciones y compañías llegan con nosotros hasta el final, otras, las que no resisten la fuerza del empuje, quedan por el camino. De estas creo, por ejemplo, que será difícil que las cartas soporten la embestida de los años. Por supuesto hablo del intercambio de escritos personales que durante siglos formaron parte de la vida de los hombres.

No me refiero solo al género literario epistolar, quien más y quien menos ha comunicado sus sentimientos y los acontecimientos de su vida a través de cartas. Incluso ha existido, y me figuro que aún, en alguna parte la habrá, una profesión de "escribidor" de cartas para quienes la instrucción escolar básica no formó parte de su infancia. Imagino la cantidad de cartas que los emigrantes españoles habrán escrito para dar y recibir noticias de sus vidas a los suyos.

Las nuevas tecnologías y la tiranía de la velocidad actual de nuestra existencia hacen de esos correos casi un objeto de culto. Y sin dejarse llevar por la nostalgia del pasado "siempre mejor" recuerdo que durante mucho tiempo de mi vida, sobre todo en las vacaciones, recibir una carta era como recibir la primavera en enero: la exaltación de la vida condensada en letras. No sé si todo eso tiene que ver con mi afición a los libros de cartas de los que tengo una colección que me fascina ir aumentando. Cartas que, por un tiempo casi convierten al remitente y al destinatario en las únicas personas que importan en el mundo, creando un universo propio que, a veces, sin sospecharlo ha pasado después a formar parte de las vidas de muchos otros. Situaciones donde la falta de libertad de alguno de ellos, la distancia que les separaba, el pudor o la necesaria pausa que la reflexión reclama encontraban en esas misivas el mejor medio de mostrarse. Cartas como las que Juan Rulfo y Clara se intercambiaron haciendo de ese modo presente su amor y contándose sus dificultades económicas, o cartas como las que Scott Fitzgerald enviara a su hija, ya universitaria, y donde le recomendaba que se preocupase de muy pocas cosas, entre ellas el coraje y dejase de preocuparse por muchas más, como las desilusiones. Cartas que no fueron pensadas para ser publicadas pero que la notoriedad de sus autores, la sabiduría y la ternura contenidas en ellas convencieron a familiares y editores a sacar a la luz también esas "pequeñas" obras suyas. Cartas, de mucho más atrás como las que Flaubert --ese hombre siempre viejo de lucidez brillante y cenicienta y Georges Sand se intercambiaron durante diez años nada menos: otro tesoro apenas conocido de ambos gigantes. O también las de Flaubert con la escritora Leroyer de Chantepie durante veinte. De ellas les extraigo sendos fragmentos por lo que de intemporal tienen: "¿Cómo creer en el progreso y la civilización a la vista de lo que ocurre?"; "Porque creo en la evolución perpetua de la humanidad y en sus formas incesantes, odio todos los límites en que quieren meterla a la fuerza bruta". Según se ve, y pese a los dictados de la técnica, siglo y medio no resultan gran cosa en el cómputo de la condición humana.

Universidad de Zaragoza.