En septiembre de 2014 escribía yo lo siguiente: «La mayoría política parlamentaria de Cataluña dice ser independentista y pretende que, incumpliendo la legalidad vigente española, la sociedad catalana vote si quiere o no ser un Estado independiente. Estos mismos políticos catalanes llevan cuatro años eludiendo sus obligaciones en combatir la crisis con el señuelo independentista como solución mágica para todo. El gobierno catalán no ha ejercido la función de gobernar en estos cuatro años, y su mayor caudal de energía lo ha dedicado a destruir el Estado de bienestar de los catalanes».

Tras la eclosión de la Cataluña nacionalista, y al margen del uso y abuso del magma independentista, podemos destacar dos hechos objetivos: 1) La estructura territorial de la Constitución de 1978 es actualmente insuficiente para responder a los problemas que el Estado español tiene en la actualidad. 2) En Euskadi y Cataluña, crece un movimiento independentista que pone en grave riesgo la unidad del Estado, con consecuencias nefastas para todos. Parecen dos argumentos suficientes para que todas las fuerzas políticas españolas trabajen por un consenso para modificar la Constitución en un sentido federal. Una España federal en una Europa federal sería un magnífico escenario para la regeneración democrática que la sociedad española exige y necesita.

Ahora bien, el federalismo es algo igualitario y solidario por definición, además de constituir un proceso largo en el tiempo y muy complejo técnicamente. Lo del federalismo asimétrico no deja de ser una trampa saducea. Reconocer identidades diversas en España no supone otorgar privilegios a nadie. La lealtad y la cooperación recíprocas son exigencias fundamentales para todas las autonomías en una estructura federal. Lo mismo que la claridad competencial, una financiación justa y equilibrada y la corresponsabilidad fiscal. Sería también un momento idóneo para replantearse los conciertos vasco y navarro, especialmente en lo concerniente a los cupos económicos entre el Gobierno de España y los gobiernos autonómicos de Euskadi y Navarra, que suponen un injusto agravio para el resto de España.

Sin embargo, los dirigentes independentistas catalanes, imbuidos por un complejo de superioridad sin argumento social ni histórico de ningún tipo y contra toda lógica europea y contemporánea, pretenden mangonear su «pequeño país» a favor de la burguesía catalana, siempre insolidaria con España y Cataluña. Y ahora, con la escapada empresarial de Cataluña, hasta se puede dudar de a favor de quién están trabajando los independentistas catalanes. La nostalgia me lleva a recordar aquella Barcelona cosmopolita del tardofranquismo y la Transición, auténtica ventana abierta a la modernidad europea y punta de lanza de la España cultural y vanguardista en pleno desierto de la dictadura. Hoy, Barcelona es más pueblerina y más pobre políticamente.

Una referencia histórica y filosófica. Ya Kant (s. XVIII) soñaba con la desaparición futura de los Estados soberanos, las guerras y las fronteras, sustituido todo por una federación internacional de poderes que implantaría una «paz perpetua». La paz sería la victoria del «progreso de la razón» frente a las emociones irracionales y ancestrales. Ahora, con la crisis, la UE está ocupada por los egoísmos nacionales que segregan brotes etnológicos prefascistas e independentismos irracionales fuera de contexto y tiempo. Cataluña es un buen ejemplo de ello.

¿Y ahora, qué? ¿Qué hacemos con los legítimos sentimientos y emociones independentistas de muchos catalanes, exacerbados por algunos partidos, con el objetivo de la rentabilidad electoral? Tienen derecho a intentarlo dentro del marco establecido por la Constitución Española. Ya se ha dicho hasta la saciedad que constitucionalmente es imposible la independencia catalana por ser el pueblo español el único sujeto político soberano en España. Pero eso no soluciona totalmente la cuestión, porque Cataluña (y el País Vasco), efectivamente, tienen diferencias específicas a las que hay que dar una salida política madura que vaya encauzando una solución federal para todo el Estado español.

El problema territorial en España es casi eterno. La famosa «conllevancia» entre España y Cataluña de Ortega ya se ha estirado mucho y quizás haya llegado el momento de empezar a hacer otro traje. Además el cambio de traje que se hizo con las autonomías, especialmente con su desarrollo uniforme e insaciable, ha devenido en inviable. La situación actual es un buen punto de partida para la reflexión y la acción política federal (la única posible). Entre el nacionalismo separatista y el nacionalismo centralista, el federalismo español. ¿Están los partidos españoles maduros para ello?.

*Profesor de filosofía