Siento antipatía a los chistes y, mucho más a los chistosos, pero este es el chiste por antonomasia. El que te envían por correo electrónico. El que te cuentan en cuanto te descuidas. Es el chiste de Bush visitando un colegio, rodeado de guardaespaldas, y en el que, tras su encendido discurso sobre las virtudes americanas, se abre el coloquio, y un niño de la última fila levanta el dedo, y dice: "Me llamo Jimmy y quiero hacerle tres preguntas: ¿Por qué falsificó las elecciones? ¿Por qué no evitó la catástrofe del 11 de septiembre? ¿Por qué quiere hacer la guerra contra Irak?". Cuando el presidente se dispone a contestar, suena el timbre del recreo y salen los niños del aula. Al regreso, dice Bush: "Prosigamos el coloquio. ¿Alguien tiene otras dudas?". Entonces, también al fondo, se alza una mano que dice: "Me llamo Tommy, y quisiera hacer las tres preguntas anteriores y añadir otras dos más: ¿por qué sonó el timbre del recreo veinte minutos antes? Y, sobre todo ¿dónde está Jimmy?". Presiento que el chiste es europeo, no porque los estadounidenses no tengan sentido del humor, sino porque poseen un vicio y una virtud electoral que les caracteriza. El vicio es que son perezosos para ir a votar. Pueden cruzar el Atlántico para ir a la guerra, pero son incapaces de cruzar la calle para acudir a las urnas. Y la virtud es que aceptan los resultados. Un lío de recuento, como el que se comprobó en las últimas elecciones norteamericanas, no se hubiera cerrado en Francia o en Italia, y no digamos en España, con esa asunción y estoicismo de que esas cosas, a veces, pasan, ni con la caballerosidad con la que el perdedor aceptó el sospechoso resultado. Es más, rememorar aquello no le entra en la cabeza a un demócrata estadounidense, por mucho que sufriera en su momento la chapuza del gobernador de Florida. Por eso creo que el chiste es de origen europeo. Porque, además, tiene la gracia y la crueldad digna de la vieja Europa, la vieja puta como la llamaba el inolvidable Pedro Rodríguez.

*Escritor y periodista