Con una frase dicha casi de pasada -«Puedo vivir con una solución de un Estado al conflicto palestino-israelí»-, Donald Trump puso fin en rueda de prensa a años de política de EEUU en Oriente Próximo y al objetivo del proceso de paz: dos Estados viviendo en paz y seguridad uno al lado del otro, lo que equivale a la creación del Estado de Palestina. Trump pronunció estas palabras en rueda de prensa con el primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu, conocido opositor de la idea de los Estados y líder de un Gobierno de coalición en el que gran parte de sus socios abogan abiertamente por la anexión formal de grandes partes de Cisjordania.

Como es habitual, Trump defendió su postura con palabrería hueca sobre el acuerdo de paz que piensa impulsar, audaz en su ignorancia. Renunciar a los dos Estados implica o bien que Israel deje de ser un Estado judío o bien que sea un Estado de apartheid con ciudadanos de primera y de segunda según su origen. Al actual Gobierno de Israel, que tanto ha hecho por matar la solución de los dos Estados con la construcción de asentamientos, no parece importarle la segunda opción. A amplias capas de la comunidad judía en EEUU, sí, temerosa de que Israel se convierta en un Estado paria. Esta Casa Blanca ve en Netanyahu un aliado en lo que se va erigiendo como un claro objetivo de Trump: Irán.

La masiva manifestación celebrada el pasado sábado en Barcelona en pro de los refugiados ha pasado a ser ya una de esas movilizaciones populares que permanecen en la memoria colectiva durante años. La marcha ha sido la más numerosa de las celebradas en Europa en defensa de quienes se ven obligados a dejar atrás sus países debido a la guerra y la miseria y, con suerte, llegan con vida a territorios en los que esperan tener un futuro mejor. La movilización debería suponer un antes y un después en la respuesta de los poderes públicos a la tragedia de los desplazados. España sobresale precisamente por su desidia a la hora de cumplir los ya modestos compromisos adquiridos para acoger a refugiados, y la Administración -el conjunto de las administraciones- no puede poner ya más excusas para no afrontar de verdad una situación que ofende la sensibilidad de toda persona decente. La xenofobia rampante en muchas partes de Europa no puede afectar de tal manera a los gobiernos hasta atenazarlos por el miedo a que la extrema derecha obtenga más réditos electorales de los que ya está logrando. Los principios bajo los que se fundó la Europa democrática en la posguerra, antecedente de una UE hoy en horas bajas, no pueden ser ignorados ni aparcados. Que Turquía y Libia se erijan en diques de contención de las masas de desplazados que llaman a las puertas de la UE no es la solución, ni técnicamente ni, sobre todo, éticamente.