Mi amigo Juan que vive en un ático, cuenta y no acaba, sobre la gracia del vuelo de las golondrinas y dice que, viéndolas hender el aire tan finamente, cree descubrir las leyes que rigen esas fugaces idas y vueltas compuestas de tornos y retornos en espacios cortos; "si no fuera viejo, me asegura, elaboraría una tesis sobre la vida de las golondrinas"; ¡ánimo, hombre!

La pacífica ocupación de Juan consiste en observar desde el balcón de su casa, los rápidos movimientos de las tempraneras avecillas y casi simultáneamente, apuntar en papel de notas adhesivas, las conclusiones provisionales que va extrayendo.

Juan niega que las golondrinas hagan por exhibicionismo, esos difíciles movimientos y me puntualiza sin desmentir lo de las evangélicas avecillas del cielo, que en su opinión, ese activismo es para comer porque la naturaleza les dio alas a fin de que busquen su alimento, no para que se lo sirvan a mantel puesto y por todo lo alto.

Así que la naturaleza no les da gratis la comida; igual que a los humanos, sólo les da medios para conseguirla a fuerza de volar o sea, la naturaleza les retribuye en especie: "tanto vuelas, de tantos insectos dispones para ti y para tus golondrinitas". Juan no sabe si las avecillas cuentan con alguna organización social que establezca un orden golondrino que todas ellas acaten o si cada golondrina va por libre, sin previos compromisos colectivos ni reglas de circulación a respetar.

Sin embargo, lo de los "humanos", resulta algo más problemático porque no vivimos de mosquitos ni sólo de pan, debemos pagar la pitanza en metálico y especialmente ahora, como en los años cuarenta del XX, tenemos que eludir el desaliento sin preguntarnos cuanto durará tanta penuria.

Como las golondrinas carecen de constitución propia según advierte Juan con ironía, aún es más de admirar la fuerza del instinto que las gobierna y que las permite volar y entrecruzarse raudamente, sin que jamás tropiecen con una semejante. Le cuento a Juan pero casi no lo cree, que en nuestra guerra yo he visto chocar a dos aviones y que encima, ¡eran del mismo bando, qué gran lección!, sobre las rocas del río Piles que desemboca en un extremo de la playa de San Lorenzo de Gijón. Fue en el verano de 1937. Inolvidable.

Juan está empeñado en saber cómo podrán las golondrinas circular tan hábilmente y sin que medie en sus vidas ni el menor atisbo de regulación burocrática; cada golondrina va a los suyo y permite a sus congéneres cazar "al vuelo" más mosquitos que los matabichos que idea el ser humano. Las golondrinas serían demócratas si pudieran; no votan pero se respetan mucho. Las golondrinas no son "pájaros de cuenta".

Lo humano es distinto; opinamos y discrepamos de los pertenecientes al partido contrario por la inercia del deber, en vez de ocupamos, tan eficazmente como las golondrinas, de que haya trabajo para todos, de dejar los florilegios oratorios para tiempos más propicios a lo teatral y de pensar que nada es tan indispensable para la democracia, como el trabajo de cada día. Eso es más importante que todas las demagogias con las que ornamos las ideologías que decimos tener y que de poco nos servirían si no comiéramos todos.

Las golondrinas se atienen a aquello de la cadena alimentaria; parecen voraces pero en absoluto, exquisitas; no atraen demasiado a las aves mayores que a su vez, no ven por dónde hincarles el pico porque las golondrinas no abundan en carnes; sus alas son puntiagudas y escasamente manducables y su cola larga y ahorquillada, no es precisamente un "bocado de cardenal".

Estimulado por mi amigo, presencié el vuelo de las golondrinas y comprendí la ternura que despiertan en Juan que sentimental y ecologista, termina confesándome su admiración por el mundo que representan y por lamentar que los seres humanos no aprendan nada de esos sencillos y modestos cohabitantes de la tierra; ¿por qué?, me pregunta, ¿no podríamos ser igual de modestos y sencillos, dejándonos de políticas y maledicencias?; luego me asegura que vale más el instinto de las golondrinas que la razón humana y vuelve a sumergirse en la observación de su pajarería. Para animarle, le recordé una hermosa saeta de Manuel Machado: "Canción del pueblo andaluz / de cómo las golondrinas / le quitaban las espinas / al Señor que está en la cruz"; cito de memoria y sin seguridad de ser literal.