No siempre resulta posible ni deseable sustraerse de la fuerza centrípeta de los dilemas. Quié- rase o no a lo largo de la vida se nos plantea la elección en disyuntivas cuyos tintes algo dramáticos convierten en dilemas. Niego que esa clase de duda dual que es el dilema solo se dé en el ámbito de la acción. ¿Quién a lo largo de su vida no se ha visto emboscado entre dos impresiones o ideas excluyentes, sin otra opción que la de decantarse por una u otra, con la esperanza entera puesta en acertar? Creo que allá por la época de la seguridad sencilla que es la infancia se piensa que ese tipo de dudas e incertidumbres se difuminan con el pasar de los años y desaparecen con la madurez. Sin embargo cuál no ha sido mi sorpresa al ir comprobando que los años no pasan sino que se encorren los unos a los otros como en un juego inconcluso de relevos y que aquellas seguridades y tranquilidades diferidas y confiadas al futuro no eran sino ilusiones falsamente simples. De las pocas cosas que hoy afirmaría con firmeza es que no hay etapa, época ni momento de la vida ajeno a la inquietud de la duda y el desconcierto.

La madurez, caso casi milagroso de alcanzarse sin pérdida en la capacidad de entusiasmo, no nos hace inmunes a la dificultad de la libertad constante y del compromiso. No hay paso que no deje huella ni huella que no marque su sombra. Así, ahí, rodeados de obras, normas, teorías y praxis tratamos todos de seguir adelante sin cometer demasiados errores, cobijados en la creencia de que a lo sumo serán yerros veniales o corregibles. Hacer o tratar de hacer bien las cosas en su difícil articulación con hacer el bien nos enfrenta a menudo con nosotros mismos jueces y parte de nuestros propios pasos. Hoy se cierra una semana de esas en que mientras algunos se lamentan por los hechos propios, otros se revuelven contra los ajenos tratando de escapar aquellos y estos de la sorpresa de la inesperada muerte. Pero por lo visto no era suficiente con el dolor de la solitaria defunción, puestos a tratar de ser los «mejores» no ha faltado quien, hasta después del último momento, con el aliento agotado, ha optado por dejar patente que, en ocasiones, lo inhumano también es un rasgo humano.

Todo ello, el fallecimiento y la posterior respuesta no han hecho sino alimentar un dilema: el conocimiento, como dijera André Gide, ¿«no fortalece sino a los fuertes»? o, como mucho tiempo después afirmara Murakami, ¿«solo el saber fortalece a las personas»? Puede que haga falta ser fuerte para que el conocimiento arraigue y crezca, como opinaba Gide, o puede que no y el conocimiento revierta en todas las personas sin predilección por las fuertes, como piensa Murakami. En cualquier caso no creo que ser fuerte signifique ni implique ser despiadado, y si fuere así y me equivoco, opto por la fragilidad y reniego de la virtud de la fortaleza.