La antipolítica, de manera inevitable, deriva en el infantilismo populista, que es puro y simple neofascismo. Su propuesta es muy simple: poco Estado, menos regulación, alienación de las masas para dirigir su frustración contra las minorías más débiles, mucho espectáculo y el que más pueda, capador (o sea, todo para los ricos que por algo son ricos). De ahí ese desprecio a las reglas, a la estética y al civismo... que empieza en el fraude fiscal y acaba en el toro de la Vega. O el constante menosprecio de las instituciones democráticas, a cuyos responsables se considera indiscriminadamente unos parásitos bienpagaos, aunque ganen mucho menos que cualquier zurrabalones de Segunda División.

Ahora, esa antipolítica eclosiona en la fobia a los llamados ayuntamientos del cambio, que en realidad no son sino gobiernos municipales que intentan (con mayor o menor éxito) administrarse de manera razonable y tener algún detalle social y/o transformador. Se les acusa de todos los males que fueron obra de administraciones anteriores a ellos. Y se les atribuyen tremendos fallos en la gestión cotidiana, que sin embargo corre a cargo de empresas privadas contratadas tiempo atrás. La limpieza, por ejemplo. ¿Están más sucias Madrid, Barcelona o Zaragoza ahora que hace dos años? ¿Cómo podría ser así cuando los encargados de la limpieza son los mismos? El otro día un colega escribía indignado sobre las latas de refresco, cartones y mierdas que inundan la capital de España. Ante lo cual, era lícito pensar que, quizás, si hay algún problema se deba a que los madrileños y quienes les visitan son unos guarros. Porque en las inmaculadas ciudades del norte de Alemania (paradigma de exquisita limpieza), la basura orgánica se recoge cada quince días y las calles lucen inmaculadas... dado que nadie tira nada en ellas. Así, el coste de los servicios es muy inferior, aunque el resultado sea muy superior.

Desgraciadamente, muchos políticos del sistema se han ganado a pulso el desprestigio y la desafección de la ciudadanía. Pero la solución está en la (auténtica) regeneración. No en tirar la democracia social por la borda.