Un informe del Tribunal de Cuentas ha detectado que casi 30.000 personas ya fallecidas seguían cobrando una pensión pública en el 2014 y que el Estado desembolsó por este concepto 25,3 millones de euros mensuales. De confirmarse, nos encontraremos ante un escándalo que revela una nefasta actuación de organismos públicos. En su defensa, la Seguridad Social recuerda que la guía del jubilado incluye la obligación del titular de comunicar cualquier cambio de su situación, aunque no señala que afecte también a los familiares del pensionista si este fallece. Tampoco ha funcionado el llamado control de vivencia, que deja en manos de las entidades financieras que abonan la paga la responsabilidad de confirmar que el cliente efectivamente está vivo. El descontrol oficial y la picaresca particular ha generado un fraude que irrita a quienes, sujetos a nóminas o al estatuto del trabajador autónomo, están controlados de cerca por la Administración. En plena crisis del sistema de pensiones, esta trampa exige una inmediata revisión a fondo. Está en juego nada menos que la credibilidad de la Administración pública.