Un catedrático, que participa en el ambicioso proyecto de reconstrucción de la historia de la humanidad contemplada a través del genoma, asegura que la variedad genética de la Península Ibérica es muy reducida y que tan solo sufrió alteraciones importantes en el Neolítico, de modo que, de entonces a hoy, somos genéticamente los mismos los que ahora poblamos la península y nos miramos a veces de soslayo creyéndonos muy diferentes. Si se confirma la noticia habrá que replantear la política nacional y regresar mohinos a Ortega cuando sostenía que España era un proyecto sugestivo de vida en común.

Ese genoma, del que disponemos para bien y para mal, tendría que hacernos suspender tanto proceso identitario como llevamos incoado con el ánimo de probar que somos diferentes, debido a que ser iguales no nos resulta constitucionalmente ventajoso. Efectivamente, si somos casi los mismos (con perdón de aquellos a los que ofenda esa mismidad) esto es, si se confirmara la peligrosa tesis de una semejanza más que secular, habría que concluir que hemos perdido el tiempo buscando rasgos diferenciales que no existen pero que alegados como si fuesen verdaderos, sirvieron y aún sirven para arrancar privilegios políticos que se niegan a los territorios que carecen de esa inventiva.

Tendremos que preocuparnos más del asunto y aplazar otros problemas como el de la emigración, el del terrorismo o el del empleo estable; hay que saber quienes somos y si resulta que procedemos de la misma cuna pues, ¡hala!, a empezar de nuevo que España está acostumbrada a cambiar de rumbo cada poco pensando, tontamente, que cualquier tiempo pasado fue mejor.

La dura realidad de ese ibérico genoma común es que ni lo podemos traspasar ni lo podemos extirpar; lo llevamos dentro, es inderogable e inmune a todas las invasiones; la cuestión son pues, muchas cuestiones pero, confesando mi ignorancia, me atrevo a sostener que la voluntad de unir podría también con los genomas a condición de quererla ejercer sensatamente; lo que pasa es que la cabra tira al monte y que entre nosotros abunda un poco ese género de rumiantes.

La noticia del genoma común revisará alguna tesis política; haber nacido en éste o en aquel sitio de la península sería intrascendente, no conllevaría contar con más derechos; esas fábulas para ilusos desaparecerían a menos que fuera consustancial a ese genoma irreversiblemente nuestro, el espíritu de contradicción. ¿Discutiremos tanto porque somos del mismo genoma? Dijo Sender que "la hazaña, la cizaña y la telaraña campaban por España". Pues eso.

Pero tengo para mí, que para los demás no me atrevo a sostenerlo, que ni siquiera la genética es capaz de descubrir al ser humano ni tampoco a determinarlo en una o en otra dirección. Eso depende de tantos factores y elementos que posiblemente ni siquiera están inventariados. Líbreme Dios de desmentir a nadie y menos que a nadie, desde luego, a cualquier científico serio como lo será el que nos comunica los datos que comento.

La historia de la humanidad está llena de pequeñas y enormes manipulaciones empleando la ciencia unas veces y prescindiendo de ella cuando corramos el riesgo de que nos desmienta. Las diferencias que los políticos se encargan de destacar, porque en ellas se basan tantas reivindicaciones absurdas, se fundan demasiadas veces en el afán solapado y nada democrático de rechazar la más humana y universal de las reglas, la de la igualdad de todos los seres humanos, abstracción hecha de lenguas, colores, géneros, genes u otros accidentes. Pero nos resistimos a aceptarlo fundándonos en "hechos diferenciales" que suelen ser circunstancias irrelevantes cuando no mentecateces.

La moraleja es sencilla: sin la conciencia de sabernos iguales y sin la voluntad de actuar congruentemente nunca pasaremos los ibéricos y otros que no lo son de un estado básicamente tribal que acaso nos acompañe agazapado entre los pliegues del tiempo desde el no tan psicológicamente lejano Paleolítico.

Una grandísima parte de las discrepancias políticas se explica por el afán obsesivo de escaparnos de la igualdad, esa dura ley de la democracia, ¿serán todos iguales menos nosotros?; todos debemos participar responsablemente en la vida pública, pero de cada aldea no se puede hacer un universo. Como en el tiempo de las taifas y en el de la I República (la II, mejor no tocarla) tendemos a magnificar lo local si es lo nuestro y a desdeñar lo universal pese a ser lo de todos.