A comienzos de 1945, la guerra que, principalmente, los Estados Unidos llevaban cuatro años librando en el Pacífico contra el imperio japonés, se había convertido en una sangría (más de 80.000 soldados norteamericanos muertos) cada vez más difícil de aceptar por la opinión pública estadounidense. Para entonces, más de 35.000 prisioneros aliados se encontraban internados en diversos campos de concentración y barcos de la muerte japoneses, sometidos a un régimen de terror, hambre y esclavitud. Por otro lado, y pese a los sucesivos reveses sufridos, el ejército imperial nipón había decretado la guerra total contra la Flota Aliada desplegada en el Pacífico, integrada por Norteamérica, Gran Bretaña, Australia y Holanda.

La primera respuesta de los Estados Unidos fue el desarrollo de los denominados "bombardeos intensivos en área", como el que tuvo lugar durante tres horas sobre la ciudad de Tokio durante la noche del 9 al 10 de marzo de 1945. Este ataque, en el que se utilizó por vez primera la fuerza devastadora del napalm, destruyó una extensión de 40 kilómetros cuadrados en torno a la capital de Japón, y provocó la muerte de 100.000 personas. El 30 de abril de 1945, Hitler se suicidó en su búnker de Berlín y a los pocos días, Alemania firmó el armisticio por el que se puso fin a la II Guerra Mundial. Sin embargo el conflicto continuaba, con toda su crudeza, en Asia y en el Pacífico --sustentado en la inquebrantable lealtad del ejército y el pueblo japonés hacia su emperador Hiro Hito-- y ya había provocado 34 millones de muertos.

El Proyecto Manhattan, que tenía por objetivo el desarrollo de la bomba atómica, fue iniciado por el presidente Roosevelt y tras su muerte (acaecida el 12 de abril de 1945), continuado por su sucesor, Harry Truman. Así, el 16 de julio de 1945, en el desierto de Nuevo México, tuvo lugar la primera prueba, con una nutrida presencia de políticos, generales y prensa, que a apenas siete kilómetros del lugar de la explosión, contemplaron el acontecimiento como si asistieran al estreno de una película. La detonación fue un éxito. El hongo de la muerte se alzó varios kilómetros sobre el cielo, la temperatura superó los 5.000 grados centígrados en su epicentro, y un vendaval de destrucción acabó con todo rastro de vida en un radio de tres kilómetros. Pero algo salió mal: una masa de radiactividad persistente se detectó flotando en la dirección equivocada, convirtiéndose en una amenaza letal para las poblaciones afectadas por ella. Sin embargo, los políticos, los militares y los científicos del proyecto se conjuraron para guardar silencio.

En la mañana del lunes, 6 de agosto de 1945, el superbombardero Enola Gay, al mando del coronel Tibbets, lanzaba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la bomba atómica a la que se le puso el nombre de Little Boy (Niñito), compuesta de una ojiva de uranio 235. Ese mismo día y en semanas sucesivas murieron, a causa de la radiación producida por la explosión, alrededor de 100.000 personas. Y tres días después de la primera devastación, el 9 de agosto, Estados Unidos volvía a lanzar desde el superbombardero BockIs Car (así denominado, en referencia a su piloto, el capitán Frederick Bock), una segunda bomba, en esta ocasión sobre la ciudad de Nagasaki. A diferencia de la anterior, Fat Man (Hombre gordo) tenía una ojiva no de uranio, sino de plutonio 239, y aunque menos devastadora que la anterior, su detonación provocó la muerte de, al menos, 40.000 personas.

Japón, imperio al que también le había declarado la guerra la URSS, firmaba su rendición incondicional el 14 de agosto de 1945. Lo hacía, en representación del emperador Hiro Hito --EEUU accedió finalmente a que continuase en el poder-- su ministro de Asuntos Exteriores, en la bahía de Tokio, a bordo del acorazado Missouri, y ante el general estadounidense Douglas Mac Arthur, comandante de la Flota Aliada en el Pacífico.

El problema estribaba ahora en la necesidad, por parte del Gobierno de los Estados Unidos, de ocultar los efectos letales de la radiación, a la que el periodista australiano Wilfred Burchett (1911-1983), primer periodista occidental que entró en Hiroshima tras la explosión, denominó "peste atómica", en un reportaje que fue publicado en primera plana por el diario londinense Daily Express, el 5 de septiembre de 1945, desatando con él la ira de Mac Arthur. Lo mismo que le ocurrió al reportero estadounidense (ganador del premio Pulitzer en 1943) George Weller (1929-2002), primer corresponsal occidental que visitó Nagasaki tras el lanzamiento de la bomba. Él denominó a la radiación "Enfermedad X", pero a diferencia de Burchett, sus crónicas de Nagasaki jamás vieron la luz, pues fueron censuradas y posteriormente destruidas también por el general Mac Arthur. Su objetivo, compartido con los deseos del entonces presidente Harry Truman: mantener al pueblo norteamericano y al resto del mundo, al margen de los horrores de la guerra nuclear que se acababa de desatar, ocultando sus devastadoras consecuencias, así como las décadas de sus negativos efectos en la vida de las personas afectadas, --así como en la de muchos de sus descendientes--, y la amenaza, aún latente, de acabar con cualquier forma de vida en la Tierra.

Historiador y periodista