Este es un verano muy cabroncete. Rajoy pilló un lumbago en el veraneo. En Cataluña no se están quietos ni un segundo (solo ha faltado el cartelico de la CUP, con Anna Gabriel en el papel de Lenin). El turismo ha alcanzado un punto de saturación peligroso (desde luego mucho más peligroso que las jautadas de los jóvenes periféricos revolucionarios). Y el mundo sigue revuelto a más no poder: por si teníamos poco con Venezuela, el monarca rojo de Corea del Norte, Kim Jong-un, y el presidente de Estados Unidos, el tronado Donald Trump, andan a la greña y la Bolsa ha bajado. Ojo.

Kim y Trump son caricaturas posmodernas, fantasmas. Por supuesto, un bolchevique de los de primera hora (o sea, de los que luego fuerona asesinados por Stalin) despreciaría al líder coreano, grotesco heredero del heredero; como cualquier soldado yanqui que hubiese peleado en Normandía o Iwojima consideraría al del flequillo-paja un niño de papá emboscado, un perfecto cobarde.

Aunque ahora parezca mentira, hubo una época en la que incluso los miembros de las élites más reservadas y agresivas se forjaban en el sacrificio personal pateando el campo de batalla. Véase el caso de Churchill, un dirigente guerrero que previamente se había jugado el tipo en Sudán o Sudáfrica. En la actualidad, sin embargo, el propio Trump se permitió menospreciar a su ¿correligionario? Mc Cain, héroe de Vietnam (claro que luego el viejo senador republicano le ha dado la réplica, poniéndole a caldo e impidiéndole derogar el sistema sanitario puesto en marcha por Obama).

Hemos de suponer que no llegará la sangre al río ni los misiles a Guam. Mientras, por si quieren ponerse a tono, les recomiendo la lectura de Los hombres del SAS, de Ben Macintyre. Es la historia autorizada del cuerpo de operaciones especiales de Reino Unido y su creación durante la II Guerra Mundial. Aquellos tipos (muchos de ellos aristócratas e intelectuales) fueron sin duda unos hijos de puta. Pero no mandaron a otros a hacer su trabajo. No como Kim y Trump, esos mierdas.