Edith estaba deseando que terminará el mes de agosto. Ya no podía aguantar más el sol, la arena, la playa, los niños que requerían su atención constante, la lucha diaria por encontrar un metro de espacio libre para extender el campamento familiar: sombrillas, sillas, toallas, hinchables, más el kit para hacer castillos en la orilla. Luego venía lo peor, el regreso al pequeño apartamento cargados con todos los instrumentos playeros, meterse en el coche que ardía literalmente y conducir hasta la urbanización a preparar la comida. Agotada y sudorosa, pues era la última en ducharse, se sentaba por fin a la mesa de la minúscula terraza, que daba a la piscina comunitaria donde los niños chillaban como si los torturaran, y comía poco. Se le quitaba el apetito.

Contaba los días que faltaban para regresar a la ciudad. Ansiaba la rutina ordenada y monótona del trabajo, fichar por las mañanas, abrir su ordenador y resolver con precisión los temas acumulados durante el mes de vacaciones. Casi deseaba descolgar el teléfono fijo y oír la voz desagradable de su jefe indicándole las llamadas que debía hacer y las citas que programar a lo largo del día. Trabajaba en un despacho de abogados de un barrio obrero de Barcelona, y tenía suerte porque el último año habían tenido que despedir a una compañera suya por la crisis. La eligieron a ella por la edad, le quedaban tres años para jubilarse, y los del bufete le hicieron un arreglo.

El largo y cálido verano la había dejado exhausta. Era el primer año que habían decidido alquilar ese apartamento el mes entero. No estaba mal de precio y Joaquín, su marido, la animó porque el trabajaba de descargador en el puerto de Barcelona, y le venía bien coger el tren de cercanías para pasar los fines de semana con ellos. Evidentemente, Edith volaba a la estación a recogerle con su coche todos los viernes en el último tren que recorría la costa. Se esforzaba en estar contenta y amable cuando Joaquín llegaba, pero era consciente de que debía hacer un doble esfuerzo en su presencia. Su cansancio iba en aumento y resultaba, a veces, incompatible con el disimulo. Sin embargo, los críos eran felices: bajar a la playa por la mañana y por la tarde era una fiesta inagotable. Nunca era hora de subir al apartamento, salvo porque con suerte cenarían pizza. Pero Edith se aburría soberanamente en la playa, no le gustaba mucho nadar y, además, no podía dejar de vigilar a los niños, que no le temían al agua. Sentada debajo de la sombrilla se fumaba un cigarrillo tras otro (lo había dejado en junio) y pensaba en la bendición de la jornada laboral, en vestirse para estar guapa en el trabajo y recibir a los clientes, aunque estos fueran en su mayoría despedidos injustamente por sus empresas, y se sintieran fracasados ante un abismo que se abría bajo sus pies. La gran ciudad con sus atascos, contaminación, tiendas abiertas y escaparates todavía con rebajas, cines, y colegios para los niños era su mundo, y le parecía una bendición. El verano tocaba a su fin.

Periodista y escritora