Comencé a leer a Siri Hustvedt casi al mismo tiempo que me aburrí de leer a su marido. Cuando devoré la primera de sus novelas ignoraba por completo con quién estaba casada. Me deslumbró. Hace un par de años fui a una presentación suya en la Feria del Libro de Gotemburgo. Durante el último San Jorge compartí algunos momentos con Siri Hustvedt, los suficientes para confirmar lo que sospeché en Gotemburgo, y también para alegrarme: resulta estimulante poder admirar a quien te cae bien.

De modo que hace mucho que leo, cito y recomiendo los libros de Siri Hustvedt. Aunque cuando lo hago, omito deliberadamente un dato: quién es su marido. Observo que mis amigos hombres no suelen omitirlo, seguramente porque lo consideran un plus o un mérito. Hay que escuchar con atención lo que otros dicen de ti en las primeras presentaciones. La misma Hustvedt habla de ellos en sus ensayos, los que le preguntan si fue su marido quien le enseñó a escribir o si aprendió de él a contar historias. Como si el talento se adquiriera al casarse, como ocurre en el mundo anglosajón con el apellido.

Estos días el marido de Siri Hustvedt recorre Europa promocionando a bombo y platillo su última novela. Hoy recala en Barcelona. Sigo en Twitter su periplo. Me encantan los adjetivos que dedica a Donald Trump -cuyo nombre no pronuncia jamás, dice- y cómo habla del oficio de escritor. Pero, sobre todo, me gusta cuando cita a su mujer. Lo hace a menudo, siempre en términos admirativos. A mis ojos, eso le hace más inteligente de lo que es obvio que es. El caso es que me han entrado ganas de volver a leer al marido de Siri Hustvedt. Ya he empezado su última novela. Tiene mil páginas, se llama 4321 y está dedicada a ella. He aquí un tipo que sabe lo que se hace. H *Escritora