Entre las muchísimas aportaciones de Marx totalmente vigentes para el análisis y crítica de las sociedades contemporáneas hay una, no demasiado comentada ni conocida entre los no especialistas, que es el concepto de intelecto general. Por dicho término, Marx entiende el conjunto de saberes que las sociedades van produciendo a lo largo de la historia y que se van convirtiendo, en cierto modo, en patrimonio común del conjunto de la humanidad.

Son muchos los elementos de interés de este planteamiento. Uno de ellos es que el saber es un fruto colectivo, que los seres humanos producen en común, pues la inteligencia más preclara y la mente más maravillosa siempre se nutre de las aportaciones de su época y de épocas pasadas. El individualismo, también en ciencia, es un mito del liberalismo, una ficción que poco tiene que ver con la realidad. Deleuze y Guattari escriben en el inicio de uno de sus grandes textos, Mil mesetas, que ese libro lo han escrito muchos, porque además de escribirlo a cuatro manos, cada uno de ellos es, a su vez, todos los autores que le han influido. Nunca creamos en soledad, sino en la compañía de quienes nos anteceden y acompañan. De ahí que todo producto pueda ser entendido, sin duda, como un acto colectivo.

Creamos, producimos, pensamos, en el marco de una colectividad de la que nos nutrimos. Sin embargo, segunda cuestión de interés, ese saber social del que nos beneficiamos tiende a ser patrimonializado por una reducida parte de la sociedad para beneficio propio. Marx aplica su análisis a la cuestión de las técnicas productivas. En los Grundisse subraya que la mecanización de la producción, la introducción de maquinaria de manera masiva en las fábricas, no se hace buscando el bien social, sino el beneficio particular. Esa tecnología, fruto del saber colectivo de toda una sociedad, no es aplicada para beneficio común, para que las tareas más duras y complejas se simplifiquen y, de ese modo, reducir las horas de trabajo, haciendo la vida más agradable, sino para que el capital obtenga un mayor, y estratosférico, beneficio. Es decir que en lugar de utilizar el saber común para beneficio común, se utiliza para beneficio particular.

Y lo que es aplicable al ámbito de la producción y de la técnica es extensible, en la actualidad, a buena parte de las dinámicas de la sociedad neoliberal. Si en algo se está especializando el neoliberalismo es en expropiar saberes comunes, a través, por ejemplo, de su política de patentes que, en los casos más extremos, ha privado a comunidades tradicionales de utilizar ciertos recursos, como plantas medicinales, tras ser patentadas por multinacionales farmacéuticas. Terrible paradoja en la que quienes han utilizado durante toda su historia un bien, quedan desposeídos de él. En otro sentido, es lo que ocurre con la universidad, vampirizada por la empresa privada para su interés y alejada de la función social que debiera caracterizarla. Pues para algunos, poner la universidad al servicio de la sociedad quiere decir, lisa y llanamente, al servicio del interés predador de las empresas. Recurriendo a otro concepto de Marx que los tiempos reactivan, el saber también está atravesado por la lucha de clases.

Uno de los aspectos de la lucha política contemporánea es la lucha por lo común. Por un lado, los poderes económicos se esfuerzan por privatizar bienes comunes, como el agua, las fuentes de energía o los saberes médicos, por otro, cierto activismo político entiende que de lo que se trata es, precisamente, de lo contrario, de promover la ampliación del campo de lo común, para colocar al servicio de la comunidad lo en común producido. La disyuntiva es clara: una política al servicio de las élites o de la mayoría social. Esa es, no nos engañemos, la actual línea de demarcación política. Una línea que también heredamos del pasado.