José Luis Rodríguez Zapatero encontró en el borrador para una reforma laboral presentado el viernes a los sindicatos --en prime time televisivo-- el bálsamo que necesitaba para recuperarse de una semana de confusión, de sobresaltos y de desconfianza. Con una ambigüedad calculada, el Consejo de Ministros había aprobado horas antes un informe de mínimos al que pudieran adherirse inicialmente tanto sindicatos como patronal para dar un respiro al desbarajuste que habían ocasionado inopinados anuncios anteriores. Y así ocurrió, pues la anuencia de ambos supuso de facto el toque de campana que necesitaba un presidente grogui. La propuesta gubernamental recoge sin estridencias las reivindicaciones de los negociadores y permite, aun sin un calendario definitivo, las coordenadas que los Méndez, Fernández Toxo, Díaz Ferrán y Bárcenas habían puesto como condición.

La escenificación en Moncloa, además de un paso adelante en el diálogo social mientras CEOE y sindicatos están a punto de cerrar un acuerdo salarial a tres años, representa al fin una imagen de unidad de país. Tras las desavenencias vividas en días previos por la presentación, a tontas y a locas que dijo Rajoy, de un plan de endurecimiento de las pensiones, la comunidad internacional y los mercados necesitaban un acto así para conceder de nuevo el crédito a la capacidad de España para unirse al conjunto de países europeos que ya han abandonado la recesión. No obstante, parece poco probable que el principio de acuerdo en la negociación de la reforma laboral frene las movilizaciones anunciadas por los sindicatos por la intención del Gobierno de Zapatero de ampliar a los 67 años la edad de jubilación y de aumentar de 15 a 25 los años que servirán como base de cálculo para la pensión.

El PSOE en el poder quiso proyectar con ese anuncio sobre el retiro un guiño a la economía mundial tras las advertencias lanzadas incluso por colegas suyos como el comisario europeo y exsecretario general socialista, Joaquín Almunia, y, muy lejos de ese objetivo, lo único que logró es el mayor de los descréditos. Internamente porque vulneró un principio sagrado en materia de pensiones y Seguridad Social: el consenso a través de las mesas de concertación y de la subcomisión parlamentaria del Pacto de Toledo; y de cara al exterior porque los continuos vaivenes difuminaron cualquier efecto positivo. El ejemplo lo dieron los mercados, con una bajada del Ibex de cerca del 6%, principal indicador de la bolsa española, muy por encima de la media, aunque la calificación de la deuda repuntara ligeramente.

El encuentro de La Moncloa debería marcar un antes y un después en la errática política económica del Gobierno. Solo desde la negociación y el pacto sin exclusiones podrá conseguirse el objetivo común del país, que pasa por una recuperación económica que genere empleo y modifique los pilares del desarrollo que se quebraron en el anterior ciclo expansivo. Este reto no puede llevarse adelante en las condiciones de hoy. No tiene sentido que solo un mes después de aprobado el presupuesto, y apenas dos de la nueva ley para el estímulo de la economía y el cambio de modelo, el Gobierno presente la reforma laboral o las modificaciones de las pensiones. Nadie es capaz de negar el fondo de las medidas, la necesidad de abordarlas y su posterior ejecución en un escenario como el actual. Ni siquiera el PP ha hecho esta semana un esfuerzo especial para afear al Ejecutivo por su lamentable descoordinación y por su unilateralismo. Rajoy habrá pensado que tal y como se sucedían los acontecimientos Zapatero se iba a estrellar solito.

Así, es de nuevo necesario reclamar a Zapatero el liderazgo que legítimamente le dieron en el 2008 las urnas desde una posición bien distinta. Es ahora cuando debe exhibir talante, sin renunciar a sus convicciones ideológicas pero matizándolas para obtener unos acuerdos básicos que sienten las bases para la recuperación y la estabilización futura de la economía española. Hace falta un ejercicio de generosidad, y tras el fracaso de las medidas, más paliativas que reconstituyentes que ha adoptado el Gobierno en los últimos meses, a Zapatero le toca mover ficha, como hizo el viernes con esa propuesta de reforma laboral tan suave como ajustada. Esta misma semana, en unas interesantes jornadas de pensamiento sobre las alternativas para abandonar la crisis a la mayor brevedad y con la mayor seguridad, el profesor de la facultad de Filosofía Daniel Innerarity incidió en un hecho fundamental: eliminar los riesgos sistémicos. No es la primera vez que el cuerpo intelectual advierte de este problema para los modernos estados del bienestar, que caminan hacia el colapso cuando la planificación falla. Y es que el Gobierno se ha dedicado a aplicar una medicina insuficiente, subvencionado compras, aplazando cargas empresariales y subsidiando a las primeras y más vulnerables víctimas de la crisis. Acaso los cambios estructurales que hoy se precisan con urgencia debieran haber sido aplicados cuando al Gobierno le sobraba el dinero y se dedicaba a lanzar medidas tan populistas como insostenibles como el cheque bebé o los 400 euros.

Es tarde para volver atrás. Cada semana que pasa es preciosa para organizar de verdad ese gran escenario de acuerdo que permita frenar la bola de nieve de los mercados especulativos rodando hacia el barranco. Zapatero tardó en reconocer la crisis, y ahora ha tardado en aplicar soluciones porque es difícil hacer compatibles discursos de solidaridad con los jornaleros y medidas favorables a la recuperación capitalista. Pero más vale tarde que nunca, sobre todo tras haber promovido un cambio de modelo hacia lo sostenible, del que apenas oímos hablar.