Es verdad que las izquierdas españolas tienen querencia al pasado. Se empeñan en recuperar su memoria y consagrarla como la versión correcta y oficial de la Historia. Desean, obviamente, homologarse con las democracia europeas, donde la Segunda Guerra Mundial (la versión a gran escala de nuestra Guera Civil) se escribe, se aprende y se conmemora como la epopeya victoriosa de los aliados (las democracias liberales y el comunismo) contra el monstruo nazi-fascista. Eso aquí levanta ampollas. No por nada, sino porque en nuestro bendito país una epopeya similar acabó en derrota y sobre aquella derrota se levantaron cementerios y cárceles, pero también grandes empresas y enormes fortunas. De ahí que gente muy importante y muy de orden no quiera ni oír hablar de la memoria republicana, las víctimas del franquismo y todo eso.

Pero la España conservadora, lentamente reconstruida durante los Ochenta y los Noventa, también tiene sus nostalgias e imágenes de un pasado feliz: aquellos años de triunfo, aquellas décadas gloriosas. ¡Los Sesenta!: cuando ya no hacia falta fusilar a mansalva pero la gente de pie sabía cuál era su lugar; cuando en el exterior nos miraban de reojo, pero el NoDo era capaz de darle la vuelta a la realidad y vendernos (a los propios españoles) Marca España.

Salvando las diferencias entre esto y aquello, no sé por qué tenemos hoy a la derecha hispánica (bien se vió en Sevilla) tan repleta de añoranza. Así, mientras los tribunales de por ahí descolocan al juez Llanera y con él al confiado Gobierno, o mientras lo de Cifuentes se convierte en tremenda pesadilla (y espera), los medios adeptos han celebrado los cincuenta años del triunfo de Massiel en Eurovisión, y nuestros representantes en la proxima edición del concurso, Amaia y su chico, son exaltados por tierra, mar y aire. Ellos... y por supuesto los futbolistas de la Selección, que este mundial pueden resarcirnos (¡y en Rusia!) de las últimas humillaciones. Si ganamos cantando y jugando al pelotón, seremos felices. Como antes. Como siempre. Lástima no tener un Marcelino.