Los ultimátum a Ranko Popovic tienen una textura especial. No vienen dentro del envoltorio de la amenaza frontal, sino que se intentan endulzar con una doble capa de azúcar: los resultados ponen al entrenador contra la pared, hay una miradas y conversaciones cómplices entre el técnico y los dirigentes y al relevo en el banquillo se le añade el condicionante de una reacción del equipo con un número de puntos como aval. Ya ocurrió antes del partido frente al Alavés y se repite con el encuentro contra la Ponferradina en el horizonte. Sí pero no. No pero sí. Que decida el destino.

La Fundación --no todos sus integrantes-- no quiere que se vaya porque entiende que afectaría a la estabilidad del proyecto, pero ese exceso de celo impacta con violencia frente a la evidencia y a una afición que prácticamente en masa solicita el cambio con toda la razón y los argumentos del mundo. Este nuevo y tierno aviso a Popovic de que para seguir en el cargo debe sumar cuatro puntos como mínimo, con la victoria del domingo por delante, lleva veneno en su interior. Se pretende que sea una oportunidad, pero ¿para quién, para qué? No para un Real Zaragoza extraviado sino para un entrenador que ya ha consumido su credibilidad en esta plaza.

En el caso de que se logren esos cuatro puntos de esta o aquella manera, con balón o sin él, con Pedro enojado o brevemente feliz, mejorará la posición del equipo aragonés en la tabla, pero no lo hará con la cualificación del técnico, que seguirá siendo el mismo con sus notables carencias profesionales y habitando el clásico vestuario partido cuando la atmósfera se enrarece sin remisión.

Popovic tendría que haber sido relevado antes de la cita ante el Alavés y tras la derrota en Alcorcón. Porque vivir así, es morir de amor no por el club, sino por un grave error de cálculo sentimental y también económico. Ahora a tirar los dados, que salga el 4 y a esperar al tercer ultimátum, que llegaría sin duda. Vaya pérdida de tiempo. Siempre con la misma canción rayada.