Cuando Mariano Rajoy sea mañana formalmente investido presidente del Gobierno, habrá concluido uno de los periodos históricos recientes más convulsos de la historia de España. Tendremos presidente accidental tras un accidentado año de Gobierno en funciones, dos elecciones generales, distintas alianzas (Podemos--IU, PSOE-Ciudadanos, PP-Ciudadanos) y la dimisión del secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, partido regido por una gestora.

Rajoy comienza la nueva legislatura sin mayoría parlamentaria y con muchas dudas a la hora de predecir sus futuros apoyos, esos vitales sufragios que necesitará para ir sacando adelante los presupuestos anuales y las votaciones fundamentales.

Salvo sorpresas, Ciudadanos, en sus arriesgados equilibrios en la cuerda floja, no formará parte del Ejecutivo, con lo cual su apoyo será meramente periférico, pudiendo votar a favor o en contra de las propuestas conservadoras, según sople el viento.

Del PSOE, Mariano Rajoy no puede esperar otra cosa que una dura oposición, en clave de ordalía al pasivo, pero eficaz apoyo a su investidura. Desde Podemos e IU al PP solo le llegarán aceradas críticas, las mismas que seguirán reiterando los cansinos y es de esperar que irrelevantes diputados independentistas de la renovada pero esclerótica formación de Homs.

Con semejante panorama, Rajoy irá tirando del carro a la gallega, como tan bien sabe hacer él, unas veces por arcén, otras por sendero, arando con los bueyes de la hacienda por la que vaya pasando y dejando pasar el tiempo, dejándose ir con la ilusión de que lo hace hacia adelante cuando, en realidad, el país camina hacia atrás, o se mueve en círculos. A los políticos, a ninguno diría yo, les importa demasiado dicha parálisis pues desconfían del progreso en cuanto a impulso compartido con las fuerzas extraparlamentarias. Viven en su mundo y allá dentro, en ese tarro de cristal que decía Pablo Casado, se suceden sus tormentas de vaso de agua, sus accidentes vasculares en la irrigación arterial de los partidos, sus nombramientos y ceses. Rajoy debería nombrar un ejecutivo joven y señalar sucesor, delfín o delfina, pero una vez más, me temo, tirará por los caminos del bosque, por la sinuosa senda de su serpenteante política, dispuesto a desnortar y aburrir al país hasta el final de sus tiempos.