Acabamos de pasar las fiestas de Navidad, que es una época especialmente bonita del calendario. No solo porque es una excusa para reencontrarse con la familia y ser generosos unos con otros, si no porque son los días en los que todo gira en torno a los niños. A pesar de que las criaturas ya son normalmente el centro de atención, durante la Navidad su ilusión toma un protagonismo especial. La alimentamos con leyendas de troncos mágicos, reyes viajeros o señores barbudos que reparten regalos para contagiarnos de su inocencia, y con este ritual purificador empezamos el año con la fe renovada en la Humanidad.

Los niños son un tesoro frágil. Son nuestro futuro, pero mientras desarrollan las herramientas para sobrevivir los peligros del presente, son vulnerables. Por eso todos los animales hemos construido estrategias para protegerlos. Los humanos incluso tenemos leyes para evitar que sean explotados laboralmente y garantizar su educación. Quizá el avance más efectivo han sido los calendarios de vacunación y los antibióticos, que lograron reducir espectacularmente la mortalidad infantil, uno de los grandes problemas de nuestra especie desde los inicios.

Pero no se trata solo de evitar que sufran daños físicos o de prepararlos para el mundo de los adultos. La mente de los chicos es una esponja capaz de absorber todo lo que le pones delante y modificarse en consecuencia. Esta gran capacidad plástica es la que nos hace especiales y nos permite llegar cada vez más lejos pero, a la vez, nos hace susceptibles a factores que se escapan de nuestro control. Eludir los impactos que, a largo plazo, dificultarán que una persona lleve una vida adulta satisfactoria e integrada en la sociedad no es una tarea sencilla.

Sabemos que el estrés elevado durante la infancia tiene un impacto duradero. Por ejemplo, la pobreza severa o las situaciones de guerra suelen derivar en trastornos de comportamiento cuando los niños crecen: los que han sobrevivido a estos traumas tienen un riesgo más elevado de caer en el abuso de drogas, conductas delictivas o embarazos adolescentes. En un estudio aparecido en la revista PNAS, unos investigadores han estudiado los cerebros de adultos con infancias difíciles y han visto diferencias en las zonas del cerebro que se activan cuando participan en tests psicológicos.

Así han descubierto que existe correlación entre un mayor nivel de estrés infantil y los comportamientos de riesgo. Los afectados también tardan más en tomar decisiones que, al final, son peores que las del grupo con infancias felices (como apostar mucho en pruebas donde tienen pocas posibilidades de ganar). Esto se correlaciona con una menor activación de áreas claves del cerebro. Estas personas no cambian el comportamiento poco reflexivo aunque experimenten pérdidas repetidamente, lo que indica una cronificación del problema. El daño puede ser irreparable y el coste social de no haberlos protegido lo suficiente durante los primeros años, inmenso.

También sabemos que el cerebro infantil se puede modelar incluso antes de nacer. Un artículo publicado en la revista científica del Reino Unido Current Biology el pasado mes de diciembre demostraba que los niveles que tiene un ratón embarazado de una proteína llamada TNF afecta el comportamiento de sus hijos una vez que aparece. Se sabe que la cantidad de TNF que se fabrica depende del entorno (el estrés hace que aumente la cantidad de esa proteína), por lo tanto las experiencias de la madre en el embarazo se pueden transferir a la siguiente generación en forma de cambios estructurales del cerebro, que determinarán rasgos esenciales de la personalidad de los individuos.

Todo esto nos debería poner en alerta. No podemos ignorar que, en estos momentos, hay millones de niños en el mundo sufriendo condiciones extremas. En algunas áreas, el problema es endémico y hemos aprendido a ignorarlo. En otras, nuevas guerras crean nuevas víctimas y se añaden a la lista más países con el futuro desmenuzado. Estos niños ocupan un tiempo portadas de periódicos y nuestras protestas, pero la mayoría de veces las soluciones no llegan a tiempo.

El mundo en que vivimos tiene muchos problemas que requerirían un esfuerzo comunitario intenso y bien coordinado, pero uno de los que sería más urgente de arreglar es el de las infancias destruidas, porque sus consecuencias reverberan durante décadas, impresas en las circunvalaciones de unos cerebros que eran especialmente sensibles cuando los abandonamos a su suerte.

*Médico e investigador de la Universidad de Leicester