En su magnífico libro Mallarmé, la lucidez y su cara de sombra, J.P. Sartre escribía que «las ideologías arruinadas no se derrumban de un solo golpe, dejan paños de muralla en los espíritus». Tremenda reflexión que nos coloca ante una realidad que la historia nos certifica: los modos de pensar están sólidamente vinculados a inercias del pasado que cuesta mucho doblegar.

Hace unos días, comentaba con mis alumnos y alumnas el enorme cambio que ha sufrido este país en algunas cuestiones en los últimos decenios, muy especialmente en lo que a la consideración de «lo sexual», en sentido amplio, se refiere. En ese campo, hay actitudes y modos de pensar que son ampliamente reprobados socialmente. Cuando digo que son reprobados socialmente, quiero decir que su expresión pública, y especialmente por representantes públicos, genera polémica y, generalmente, rechazo. Lo cual no quiere decir que dentro de esa sociedad, que es plural y diversa, no haya quienes, demasiados, sigan atados a esas inercias del pasado. Unas veces con más fuerza, otras con lazos más tenues pero que ponen de manifiesto la persistencia de un profundo machismo en nuestro país.

La violencia supone un caso extremo de esa manifestación de machismo, bien se haga presente bajo la forma de asesinato o de violación. Siguiendo con Sartre, este hablaba de la violencia, incluso de la destrucción, como un modo peculiar de reafirmación de la posesión, en la medida en que ejerzo esa violencia sobre un objeto que considero mío, hasta hacerlo, incluso, desaparecer. Como escribe en sus Cuadernos para una moral: «el objeto me pertenece en su deslizamiento del ser a la nada si esa nada es provocada por mí». Y, efectivamente, la violencia machista se sustenta en la consideración de la mujer como un objeto en propiedad, individual o social, con el que puede actuarse a voluntad. Terrorífico me parece que unos individuos jóvenes, asentados socialmente (hasta el punto de pertenecer algunos de ellos nada menos que a fuerzas de seguridad del Estado), planifiquen y ejecuten, presuntamente, la violación colectiva de una muchacha. Y no sé si me parece todavía más terrorífico que se admita como prueba en el juicio la investigación de la vida privada de la víctima para desacreditar su testimonio. De modo tal que la víctima se convierte en doble víctima, víctima de sus agresores, víctima de un sistema judicial que, al parecer, le exige una demostración de rectitud de vida para tomar en consideración el delito. Como si la normalización de la vida de esta pobre muchacha tras una brutal agresión pudiera ser algún tipo de eximente para sus agresores.

Persiste también un machismo más tenue, expresión de una mentalidad casposa que últimamente, por desgracia, vemos rebrotar en España en diversos ámbitos. A mí me repugna especialmente esa valoración de la mujer en función de su aspecto físico. Con la cuestión catalana, que no deja de acumular caspa sobre nuestras aceras, han sido muy habituales las descalificaciones de las mujeres de la CUP por, al parecer, su fealdad. ¿Qué tendrá que ver el aspecto físico con el desempeño de una función política? En todo caso, no he escuchado decir a nadie que cómo es posible que tengamos un ministro de Economía y Hacienda más feo que Picio, o que se haya vinculado su deplorable gestión, cuestionada por el Tribunal Constitucional, a su aspecto físico. Hace unos días, también se frivolizaba, con el mismo argumento, con las referencias que Ada Colau había realizado a dos intentos de violación sufridos por su parte. Al parecer, la credibilidad y competencia de una mujer están directamente vinculadas a su aspecto físico. Es lo que dicta el repugnante imaginario machista todavía vigente.

Combatir el machismo es una tarea social que a todos nos compete. La escuela, la familia, los medios de comunicación (¡ay, los medios, muchas campañas y declaraciones, pero luego programas que rezuman ese machismo que denunciamos!), son el caldo de cultivo de las formas sociales de pensar. Y repensarse a uno mismo, para detectar aquellas actitudes que representan esos «paños de muralla en el espíritu» de los que nos hablaba Sartre.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza