El oficio de reina nunca ha sido fácil. No, al menos, tanto como desde fuera pudiera creerse. Cualquier indagación sobre su índole o cometidos suele toparse con los renglones de la historia, encabezados a menudo por letras mayúsculas.

Así, ha tenido que ser una historiadora, María Pilar Queralt, quien ha analizado las amistades peligrosas de algunas de las soberanas más célebres, en un entretenido y didáctico volumen titulado Los caballeros de la reina (Edaf).

En sus páginas, la autora hace inventario de los amores, amantes y amoríos de una nutrida selección de soberanas, algunas de ellas españolas.

Tanto, por ejemplo, como Isabel II, quien acumuló tal cantidad de favoritos que sus contemporáneos llegaron a perder la cuenta.

El matrimonio de la hija de Fernando VII empezó con mal pie en la misma noche de bodas en que Francisco de Asís de Borbón, su primo Paquito, se presentó en la alcoba nupcial con una camisa de dormir con más puntillas que el camisón de la novia. El primer amante de Isabel pudo ser su maestro de música, Francisco Fontela, a quien seguirían, sin solución de continuidad, Salustiano Olózaga y Francisco Serrano, el llamado general bonito. Otros amantes reales bien pudieron ser Emilio Arrieta, su profesor de canto; Manuel Antonio de Acuña, marqués de Bedmar; o José María Ruiz de Arana, más popular como el pollo Arana, otro apuesto militar a quien se atribuyó la paternidad de una de las hijas de la reina, a la que apodaron La Chata.

Elisabeth de Austria, la gran emperatriz Sissi, mujer extraordinaria y extraña, hipersensible y rebelde, también lo fue en sus afectos. Tras un idilio con el líder nacionalista húngaro, conde Gyulia Andrassy, vivió una historia de amor con el jinete británico Bay Middelton, con quien compartió el placer de largas cabalgadas por los bosques bávaros o las monterías de condados ingleses.

Otras muchas reinas, desde las míticas Cleopatra o Ginebra, desde María Antonieta a María Luisa de Parma, desfilan por este libro singular, plagado de anécdotas e ilustrado con grabados y pinturas de época, o con las primeras fotografías decimonónicas que reflejaron a sus majestades las reinas y emperatrices parapetadas tras sus coronas y sus mejores sonrisas, que escondían demasiados secretos del trono y del tálamo.