Tony Judt en la conferencia impartida en la New York University en 2009 ¿Qué está vivo y qué ha muerto en la socialdemocracia?, nos advirtió: "Si la socialdemocracia tiene un futuro, será como una socialdemocracia del miedo. En lugar de tratar de restaurar un lenguaje del progreso optimista, debemos familiarizarnos de nuevo con nuestro pasado reciente". Acertó, porque recurrir a la idea de progreso, si observamos la historia reciente y el mundo actual, es improcedente. En 1991 Cristopher Lasch en El verdadero y único cielo hizo un ataque frontal contra uno de los pilares básicos de la izquierda, la idea de progreso. ¿Cómo era posible la persistencia de la fe en el progreso en personas serias con un siglo XX lleno de calamidades? Si el progreso perdía su núcleo ético y normativo para la izquierda, ¿cómo era posible que tal ideología política pudiera sobrevivir? Tal denuncia era relevante, ya que apuntaba al corazón de la identidad de la izquierda. A conclusiones parecidas, aunque no asimilables a las de Lasch en el ámbito político, llegaron otros dos autores. Ulrich Beck en el libro de 1986 La sociedad del riesgo, señaló que en nuestro mundo, construido en torno al dogma de la seguridad tecnológicamente garantizada, los riesgos a nuestra existencia, y sobre todo su percepción, han aumentado de modo inquietante; y en buena parte esto es fruto directo de la actividad humana, en particular de la tecnología construida para garantizarle un mayor control de la naturaleza; para producir esa seguridad que está cada vez más amenazada. Era otro golpe mortal a la idea de progreso. Anthony Giddens en Más allá de la izquierda y de la derecha de 1994, pone en duda la idea de que el desarrollo histórico, gracias a la disponibilidad de recursos y a la creciente posibilidad humana de controlar las fuerzas de la naturaleza, pueda avanzar de lo peor a lo mejor. Es más, el mundo actual está lleno de incertidumbres y de dificultades, además imprevisible. En definitiva, que la idea de progreso no puede mantener sus promesas, que no existe ningún paraíso en la tierra, como mantuvo la izquierda. Por ello, resulta comprensible que Judt para reactivar el papel político de la socialdemocracia, hoy en retroceso, recurra al miedo, ya que de seguir su marginalidad tendría que surgir en una ciudadanía concienciada. Como historiador recurre a las enseñanzas del siglo XX, que las hemos olvidado. Nos dice que estamos inmersos en una nueva era de inseguridad. La última de estas la analizó magistralmente Keynes en Las consecuencias económicas de la paz (1919). Después de décadas de prosperidad y progreso en la época anterior a 1914, merced a la globalización económica, con un comercio internacionalizado, nadie esperaba que esto pudiera finalizar dramáticamente. Mas sucedió. Nosotros también hemos vivido una era de estabilidad y seguridad, y la ilusión de una mejora económica indefinida. Todo esto ha quedado también atrás. En el futuro previsible tendremos inseguridad económica e incertidumbre cultural, menos confianza en nuestros objetivos colectivos, en nuestro bienestar ambiental o en nuestra seguridad personal que en cualquier momento desde la Segunda Guerra Mundial. No tenemos idea del mundo que heredarán nuestros hijos. Debemos volver a las formas en que la generación de nuestros abuelos respondió a desafíos y amenazas similares. La socialdemocracia en Europa, la New Deal y la Great Society en USA fueron respuestas explícitas a las inseguridades y desigualdades de la época. Pocos en Occidente por su edad pueden saber lo que significa observar cómo nuestro mundo se desmorona; ni concebir una ruptura completa de las instituciones liberales, una desintegración del consenso democrático. Pero fue esta ruptura de la que nació el consenso keynesiano y el compromiso socialdemócrata: con los que crecimos y cuyo atractivo se oscureció por su propio éxito.

La primera tarea de la socialdemocracia de hoy es recordar sus éxitos del siglo XX, y las consecuencias de desmantelarlos. La izquierda tiene cosas que conservar. Es la derecha la que ha heredado el ambicioso afán modernista de destruir. Los socialdemócratas, modestos en estilo y ambición, han de hablar con más firmeza de las ganancias anteriores: el Estado de servicios sociales, la construcción de un sector público con servicios que promueven nuestra identidad colectiva, la institución del welfare como una cuestión de derecho y su provisión como un deber social. No son logros menores.

Que estos éxitos fueran incompletos, no nos debería preocupar. Si hemos aprendido algo del siglo XX, al menos debería ser que cuanto más perfecta es la respuesta, más terribles son sus consecuencias. Otros han destrozado estas mejoras: esto nos debería irritar mucho más. También nos debería preocupar, aunque sólo sea por prudencia: ¿Por qué hemos derribado tan pronto los diques trabajosamente construidos por nuestros predecesores? ¿Tan seguros estábamos que no se avecinaban inundaciones?

Una socialdemocracia del miedo es algo por lo que vale la pena luchar. Abandonar los trabajos de un siglo es traicionar a las generaciones precedentes y las futuras. No representa el futuro ideal ni el pasado ideal. Pero de las opciones disponibles hoy, es la mejor.